Capítulo Nueve
Tras llevarme a una especie de cuarto de casilleros, me obligaron a quitarme toda la ropa. A pesar de la situación, por tratarse de mí, sentía vergüenza e inseguridad por encima de cualquier otra cosa un tanto más racional, como miedo o furia. En especial me intimidó un poco la idea porque, el lugar donde pude suponer que me iban a meter, era una especie de cuarto con espejos en todas las paredes. Podía verlo a través de una puerta abierta- la única en la habitación donde estábamos, aparte de la que usamos para entrar...
Como me temía, me lanzaron dentro de ese cuarto de espejos, y una vez dentro de esa habitación, me llevé una sorpresa:
Vincent no estaba para nada mal físicamente.
No lo podía creer.
Antes solía quejarme mucho de mi cuerpo; un tanto fofo en algunas partes y mucho más en otras. Pero en aquel entonces descubrí que aunque estaba delgado, mi abdomen se veía lo suficientemente definido como para dejar notar algunos “cuadritos” de chocolate blanco. Mis brazos estaban levemente fornidos también, al igual que mis piernas.
No me detenía mucho a pensar en eso, pero durante los nueve meses en curso para ese momento, había hecho mucho ejercicio- corriendo, saltando, trepando, alzando cosas pesadas-, además de que había comido mucha proteína animal- ardillas, conejos y decenas de pájaros carpinteros, aparte de bastante fibra vegetal- tapioca, rábanos, batatas silvestres… Esa peculiar e inesperadamente balanceada dieta, además de todo el ejercicio, dejaba ver sus efectos en mi cuerpo.
Mi cabello castaño cenizoso estaba largo, casi cubriendo mis ojos, y en las puntas se ondulaba como horquillas- todo hacia arriba. Puede que no haya sido el mejor momento, pero me estaba aplicando una inyección de autoestima.
Mi momento de auto-admiración, se vio interrumpido por un profuso chorro de agua tibia a presión, que pareció salir de la nada y de todos lados a la vez. A causa de las paredes de espejo, era difícil saber exactamente de dónde provenía el líquido.
Enseguida, la habitación comenzó a calentarse y a emitir un pulso que hacía eco en mi pecho y oídos, como cuando uno se pase muy cerca de los amplificadores en una fiesta. Poco después, todo a mí alrededor se fue tornando de un color púrpura intenso, casi como si me hubiesen estando escaneando con luz ultravioleta.
Finalmente, un estallido de luz como el de un millón de cámaras disparando su flash- todas a la vez- me cegó por completo. Inevitablemente caí sobre mis rodillas, frotándome los ojos, experimentado una sensación bastante extraña… era como si algo hubiese estado haciéndome cosquillas en el interior de mis párpados.
No podía ver absolutamente nada. Solo sentí cuando alguien me tomó del brazo y me hizo caminar a ciegas, tropezando y tratando de sujetarme de algo.
Cuando recobre la visión, me encontré en el interior de una nueva habitación bastante amplia e iluminada, toda pintada de blanco, a excepción de una de las paredes que iba cubierta por un enorme espejo a todo lo largo y ancho, y otra que llevaba un juego de casilleros empotrados. El cuarto tenía pinta de ser un vestidor.
Mientras miraba a mí alrededor, tratando de encontrar la salida, un soldado al que no le había prestado atención me lanzó una bolsa plástica con algo de ropa dentro, y tras examinar, también había un peine de plástico.
La ropa que iba contenida en la bolsa, era una sudadera de manga larga blanca, pantalones de algodón de un azul muy claro, y zapatillas de goma también blancas. No tuve opción más que ponerme las prendas, pese a lo incómodo que me resultó vestirme en presencia del sujeto enmascarado.
La sudadera era cómoda, al igual que los pantalones, pero detestaba la gama de colores; me hacía ver como un paciente en rehabilitación, o el interno de un manicomio. Lo que sí agradecí, fue que pude usar el peine para estilizar mi cabello hacia atrás, muy al estilo de Draco Malfoy en la primera película. Era la primera vez que me duchaba con agua caliente en mucho tiempo, y también la primera vez que me peinaba mirándome a un espejo desde que todo había comenzado.
Tras estar vestido, el vigilante soldado que me acompañaba me condujo hasta una zona amplia, como un patio central de instituto, pero entechado. Había un sinfín de mesas y sillas, en su mayoría ocupadas por chicos de todos los tonos de piel que podían conseguirse en Minnesota. Algunos de ellos parecían mucho mayores que yo, mientras que otros no podían tener más de cinco años. Había muy pocos que lucían ser mayores de veinticinco, y por más que busqué, no pude ver a ninguna mujer.