Abrí un ojo. Después el otro. Seguía en este vejestorio. Vale, tampoco así, los alrededores estaban a la vanguardia ¡no obstante el término hospital seguía equivaliendo a trampa mortal!
Revisé mi brazo delicadamente, ya no tenía la vía, ni siquiera había notado cuando fue retirada. Solo me quedé con el agujero atravesando mi piel, con el fugaz recuerdo de inyecciones de albúmina y otras cosas de las cuales no quería volver a saber nada. ¡Claro que deseaba saber algo, pero no sobre salud! Tan solo aspiraba entender por qué me había sucedido esto.
—No sabes cuánto deseo sacarte de aquí —murmuró una voz que extrañaba. Sus ojos me calaron. Se levantó del sillón y se acercó a mí con apremio. Pasó el dorso de su mano por mi frente, luego la deslizó por mis mejillas para finalizar su recorrido en mi mentón. Lo tomó con fuerza suave, si es que eso tenía algún sentido.
Él no me dejó pronunciar palabra alguna, me arrebató ese poder con la posesión de sus labios sobre los míos. Me guindé de su cuello, bajando su cuerpo más hacia mí. Se resistía. Pude notarlo. Me separé por un lapso corto de tiempo.
—Por favor, solo déjalo ser. No tienes idea cuánto deseo...
— ¿Me deseas?
Y de nuevo consigue hacerme temblar. Caramba.
—Sólo cállate, bastardo engreído. ¡Sí! Te deseo —exclamé con desespero. Lo cual fue algo un poco bipolar de mi parte—. No me mires así —proferí entrecortadamente. Con su ceja en alce y la diversión reflejada en sus irises solo conseguía ponerme nerviosa.
— ¿Qué no te mire cómo?
—Tú sabes lo que haces. —Me mordí el labio. Ese bribón.
—No, la verdad no sé lo que hago —declaró instigando con su mirada. Se sentó en el borde de la cama, con su cuerpo sobre mí, su boca exploró desde mis comisuras hasta la línea curva de mi clavícula. Gemí con anhelo. No pude sentirme más vulnerable que en ese momento. Qué idiota.
— ¿Sí?—susurró interrogante. La niebla verdosa que me observaba pertenecía al único hombre que había habido en mi vida. Y tal vez al único que quería que hubiese.
¡Oye pero me tenían drogadísima! Mis pensamientos no eran coherentes. Ya les diría a esos fantasmas de batas blancas que le bajaran a su histeria farmacológica. Estaba bien ya.
No pude contestar. Repentinamente me latió la cabeza, inconscientemente me llevé la mano a mi frente encogida.
— ¿Qué te duele? —inquirió chispando sus ojos levemente. ¿Preocupado? Sí que lo está.
—Mi cabeza. No es nada —dije pausadamente. En verdad me dolía muchísimo.
—Claro que es algo ¿quieres que llame a la enfermera? No. No tengo por qué pedirte permiso. Ya la traigo —afirmó con disposición.
— ¡Mason, por favor! —protesté irritada.
— ¿Qué, Paola? ¿¡Qué!?
Me atraganté. Jamás me había gritado. Parecía severamente perturbado. Tragué saliva, mi garganta estaba áspera.
—No lo hagas.
Me miró por un rato, frunciendo sus rasgos con arrebato. Exhaló liberando alguna especie de presión que se había creado.
—Es que no lo entiendes... Si vuelves a sufrir de la manera en que lo hiciste me partiré en mil pedazos. Si te ocurre algo no soportaré estar bien ¿entiendes? —farfulló pillándome desprevenida—. Nos pasamos la vida buscando piezas faltantes a nuestro rompecabezas. El mío está muy completo, le faltan pocas piezas y tú eres una de ellas. Ahora llegaste a mí. Y no pienso dejarte ir, Hyde. Sencillamente no quiero —pasó las manos por su rostro enrojecido—. Necesito irme.
Quedé paralizada. Él salió por la puerta, sus pasos haciendo eco en mis oídos, su ausencia dejando triste y socavado a mi corazón.
Los pitidos se incrementaron en una marcha sin fin. Sentí que subí y bajé de una montaña rusa. Empecé a sentirme histérica. Miré hacia todas las direcciones. Desde los cables hasta los pisos de cerámica recién trapeados por Rita. Hasta el vidrio de las ventanas, con el reflejo tungsteno de las lámparas.
Me sacudí hacia el frente, jalando todo lo conectado a mis signos vitales y desprendiéndome de ellos. Salté de la cama, experimentando vértigos, hace días que no me levantaba sin ayuda. Usualmente tenía a Grecia para ello o a Rita ¿dónde estaba mi parejita?
Corrí con dificultad, le di vuelta a la perilla. Me duelen las venas. Atravesé el marco, miré a mi derecha y luego a mi izquierda. Despejado.
Solo había una niña pelirroja con pecas, danzando por los pasillos, probablemente viviendo en un mundo fantástico creado por las barreras imparables de su mente. Me miró con curiosidad inocente al percatarse de que la observaba y acortó la distancia.
— ¿Te sientes mejor?
La voz soprano más dulce y hermosa que haya escuchado alguna vez. Sonreí, ella imitó la acción correspondiendo mi empatía.
—Claro, cariño. ¿Qué hace una nena como tú en un lugar como este?
Sus ojos parecieron brillar confundidos. Tomó mi mano, extendiendo mis dedos. Ya no estaba alterada, la niña me calmó de cierto modo. Contó mis dedos en voz alta.
—Cinco dedos. Chistoso ¿no? Estoy aquí por cinco letras. M-A-S-O-N.
Quedé en shock.
Mierda.
—Espera un segundo, ¿Hablas de...?
—Sip. Mason Hale. Es un encanto ¿no lo crees? —apostilló en un tono picarón.
Fruncí mi ceño. Luego sonreí y volví a recomponerme.
— ¿Cómo lo conoces?
— ¿Él no te había dicho que soy su...?
Su voz se vio apagada por la presencia de alguien. Él. Irrumpió en el pasillo. Me miró y luego a la niña. Se tomó la nuca mirando hacia el techo, suspiró y regresó a nosotras.
—Joder, ya se conocieron.
—Eso parece.
Me rehusé a decir otra cosa. ¿Cómo pudo haberme ocultado algo así? Estaba furiosa.
Él captó mi emoción y trató de tocarme pero esquivé su agarre.
—No. No me toques —ladré duramente—. ¿Por qué no me dijiste que tenías una hija?
Mis palabras quedaron suspendidas en el aire. La primera en reaccionar fue la criatura. Saltó sus ojos cafés y se me impuso enfrente. Colocó sus manos en sus caderas e hizo un sonido de reproche.