Desperté por los escalofríos, aunque las mantas estaban cubriéndome a gusto hasta el mentón. Solté mi cabello en un pobre intento de darme calor, sopesé la idea de apagar el aire acondicionado y recordé que no había un control disponible. Para hacerlo debía merodear y encontrar una enfermera que no estuviera de malas, no tienen idea de lo difícil que era eso. Resolví quedarme y soportarlo.
Me había ofrecido para cuidarla desde temprano, supliendo a Mason quien tenía una reunión de profesores de carácter imperativo. Revisé la hora en mi teléfono.
03:00 am.
Genial. ¿Dónde andarán las almas en pena? Puede ser que quieran hablar.
Mi fastidio me hacía pensar idioteces. Detestaba despertarme a ésas horas, ya que no lograba volver a dormirme y acababa en meditaciones extrañas sobre el color, sonido o cualquier otra impresión de mi entorno. Ése era el efecto hospital.
Observé a Emily reposando tranquilamente. Tumbada en ésa cama. Me reconfortaba saber qué seguía con vida. Me alteraba el hecho de que tuviese que pasar por esto.
¿No le parecía al universo suficiente con lo de su madre? Pero claro, las ironías de la vida atacan directamente a los inocentes. En momentos así me preguntaba dónde estaría Dios, a quien acudía de forma íntima cada vez que podía ya que no toleraba el concepto de religión. Allí recordé el para nada favorecedor criterio del libre albedrío.
Por ende entendía que quería que nos sintiésemos libres. Solo un buen padre sabe que sus hijos no necesitan ser enjaulados. Solo un buen padre deja ir a sus hijos.
Es solo que de ahí se originó el pecado. Abarcar todo el derecho de ésa libertad llevó a la imprudente humanidad a la ambición, de ahí a la avaricia; entre otras cosas las cuales me valían por los momentos... Yendo al caso ¿Quién era yo para cuestionar a Dios? Él lo sabía todo. Pedí disculpas en silencio, retractándome por lo que pensé. La angustia nos hacía blandos y susceptibles frente a las dudas.
Me ardía el brazo izquierdo, específicamente el antebrazo. Lo inspeccioné, arremangándome la manga de la blusa y encontré una herida transversal fresca. No podía creer que no la notara antes. ¿Cómo me la hice? La toqué y me retorcí de dolor. Anoche corté muchos vegetales pero... No tenía mucho sentido, no recordaba querer convertirme en sushi.
La sangre corrida por mi piel comenzaba a coagular. Pesqué unas toallitas húmedas de mi bolso y limpié la herida, bendije a Elliot por obligarme a comprar toallitas; él no soportaba la suciedad. Salí un momento de la habitación para deshacerme de la evidencia. Toda una misión. Tuve que mantener mi vista fija en el suelo, para que la inquisidora mirada de las enfermeras no me atravesara y sacara toda la información.
Me paré en la sala de espera, acercándome a la máquina expendedora. Unas gomitas. Se me antojaron. Regresé apresuradamente a la habitación, algo complacida por la pequeña dosis de azúcar, de la cuál mi paladar disfrutaba.
El silencio a algunos podía resultarles intimidante. A mí me parecía peculiar, sobre todo el de una noche taciturna de hospital. Un estado donde ningún sonido es emitido, más que el ir y venir de los carritos con medicación o los vagos pasos de médicos y enfermeros del piso.
Un lugar donde hay silencio, es un sitio donde reina la soledad. ¿En dónde se leía que la soledad era mala? Sostenía que, si no amabas estar solo contigo mismo; bajo ningún concepto podrías amar la continua convivencia con alguien más.
Entré, mirando al suelo, cerré la puerta y escuché un clic que traqueteó en mis oídos. Me giré bruscamente.
Estaba armada. Apuntando directamente a la cabeza de la criatura. Temí dar un paso. Con el pánico de pensar que si lo daba, dispararía. Las gomitas reptaron por mi tráquea para salir.
—Un placer verte, querida.
— ¿Qué haces aquí? —susurré sintiéndome confundida. No la creía capaz. Jamás hubiera pensado...
Dios, este es un buen momento para que el doctor Ross aparezca. Vamos... ¡VAMOS!
—Soy tu madre, tengo todo el derecho. —Aseveró presionando el arma justo en la parte trasera de la cabeza de Emily, quien tenía la boca entreabierta y suspiraba sosegadamente.
—Brittany, por favor... —sollocé, disipándose entonces mi control.
— ¡Mamá! Dime mamá o disparo, niña insolente —estalló furiosa, empuñando con más énfasis el arma que detallada bajo la luz tungstena parecía ser la que estaba escondida en una maseta del porche de mi antigua casa; la Beretta que usábamos con mucha frecuencia en el campo de tiro y para cazar, el comandante Bell me la había obsequiado a los doce.
Asentí temblorosamente.
—M-mamá —musité olvidándome de la dignidad. La vida de una pequeña estaba en juego—. Por favor, no lo hagas. ¿Por qué desearías hacerle daño?
No me cabía en la cabeza algo como esto. Sacudía mi cabeza en negación. No, no, no, ¡no!
¿Por qué razón ésta mujer, la madre descuidada a la que pese a todo seguía amando, tendría la intención de acabar con un ser humano tan joven y tierno?
—No a ella —subrayó, con los ojos inyectados en sangre—. Sólo sería el motivo de la eterna desgracia de tu amado ¿no es así, querida? Mason Hale. El bastardo al que te tiras. Así que dime... ¿satisface en la cama?
Apreté mis puños, exhalé botando mi ira a través de mis fosas nasales. ¡Ella aún me seguía entonces! De no ser así ¿cómo sabría lo mío con Mason? Como ansiaba sacarla a patadas, se suponía que estaba en Wyoming. ¡El presidente de este hospital me escucharía cuando le reclamase por esta entrada no autorizada! Ve lento, Hyde. Emily, piensa en Emily.
—Hey, nada de eso. Sólo es una pregunta. ¿Acaso una madre no puede estar al tanto de la vida de su hija? —Inquirió mordaz, el tono tan grueso y ronco en su voz la hacía parecer desconocida.
Mientras mi afecto hacia ella se desglosaba para perderse en una carretera abandonada, la ansiedad crecía como una mala hierba en mi pecho.