Reí un poco, tomé las mochilas y lo seguí mientras masticaba una manzana de las que había traído. El sonido crujiente de la fruta rompía el silencio de nuestro caminar. Después de unos minutos, llegamos a una pared enorme que bloqueaba el paso, cubriéndola varias plantas que colgaban pesadamente, como si la naturaleza quisiera reclamarlo todo. Las ramas verdes y frondosas se entrelazaban, creando una capa impenetrable, dejando entrever apenas la textura de la piedra oculta por debajo. Algunas enredaderas tenían flores blancas que parecían brillar levemente a la luz del sol que se filtraba entre las hojas. Connor se detuvo y, como si supiera exactamente lo que yo sentía, me miró con esos ojos fijos y penetrantes, ladeando la cabeza. Esperaba algo de mí.
Sin pensarlo demasiado, sentí el miedo apoderándose de mí.
—Oh, no me mires así, como si supiera qué hacer —me quejé, haciendo un puchero mientras lo miraba—. ¿Qué quieres que haga?, ¿Que me tire contra la pared como si fuera a abrirse algo?
El gruñido de Connor me contestó con un tono bajo, como si estuviera de acuerdo. Movió su cola con esa particular forma de comunicarse que tenía. La frustración aumentó y me alejé de él, dándome la vuelta.
—No voy a hacer eso —alegué con firmeza. Pero, sin darme tiempo para reaccionar, él se levantó y, con un movimiento rápido, se colocó detrás de mí, empujándome sin piedad hacia la pared. Su fuerza, mucho mayor que la mía, fue suficiente para hacerme estrellarme contra ella con un impacto brutal. Un dolor punzante recorrió mi rostro al chocar mi mejilla contra la piedra, pero no hubo tiempo para procesarlo. De repente, las hojas que cubrían la pared comenzaron a brillar de un modo extraño, como si todo tuviera vida propia. Con un empujón final de su cuerpo, pasé a través de la pared, cayendo de cara al agua en un charco profundo, pero no tan grande.
—¡Puta vida! —me quejé, adolorida, tocándome la cara donde el golpe aún ardía.
Connor, al igual que un perro travieso, se colocó frente a mí, salpicando agua por todos lados. No pude evitar reír, a pesar de mi mal humor.
—Ya, bien, bien... —dije, mientras me incorporaba. Mi risa se convirtió en un suspiro de alivio, y observé el lugar que ahora tenía frente a mí. Estábamos en lo que parecía un lago escondido, el agua clara como cristal, tan tranquila que me permitía ver hasta el fondo. Era un lugar tan sereno que me sentí casi fuera de lugar, como si perteneciera a otro mundo. Las orillas estaban rodeadas de hierbas altas y flores silvestres que se balanceaban suavemente con la brisa. Las montañas cercanas creaban un paisaje de tranquilas sombras, y el cielo se reflejaba en el agua, creando una atmósfera casi mágica.
Me acerqué al borde del agua y me senté, dejando que el frescor me envolviera. La belleza del lugar era sobrecogedora. Al fondo, apenas visible, se alzaban cristales en el agua, brillando con un resplandor iridiscente. Eran piedras tan hermosas que parecían de otro mundo. Los cristales tenían colores que variaban desde los tonos más oscuros, casi negros, hasta celestes y blancos, reflejando la luz de manera hipnótica. Me sentí atraída por ellos, y sin pensarlo, me incliné hacia adelante, sumergiendo mis manos en el agua fría para tomar uno de los cristales. Al hacerlo, un símbolo apareció en su superficie, como si de repente tomara vida propia. Era un ave, majestuosa, coronada, con las alas extendidas y una cola de zorro. Algo en ese símbolo me llamó, y no pude evitar sentirme atraída por su significado, aunque no comprendiera del todo lo que representaba.
A continuación, tomé otros dos cristales, uno celeste y otro blanco, que brillaban con el mismo símbolo. A medida que los tocaba, todos los cristales comenzaron a brillar intensamente, iluminando el ambiente a nuestro alrededor. Una ráfaga de aire fresco se levantó, moviendo mi cabello con suavidad, dándome una sensación de cosquillas en la piel. No pude evitar reír por la extraña pero placentera sensación que me provocaba.
Mi cabello, que hasta ese momento había sido de un tono negro común, ahora parecía tener reflejos en tonos blanco, celeste, azul, negro y rojo, como si una paleta de colores se hubiera derramado sobre él. Era un efecto completamente surrealista, como si estuviera viendo mi propia transformación en el agua.
De repente, al elevar la mirada, vi una pequeña cabaña. Estaba en el centro del lago, casi flotando sobre el agua, rodeada de las montañas y los árboles que se reflejaban perfectamente en el espejo de agua. La cabaña parecía de otro tiempo, de una época olvidada, hecha de madera envejecida pero hermosa, con ventanales que mostraban una luz cálida, acogedora. El lugar parecía irreal, como si fuera una escena sacada de un sueño.
Con los cristales en las manos, me levanté lentamente del agua, arrastrando la mochila mientras caminaba hacia la cabaña. Cada paso era más decidido, aunque no sabía lo que me deparaba el futuro, ni qué significaba este lugar. Al llegar, subí por una pequeña repisa que bordeaba la cabaña, para salir del agua, y me senté sobre el borde de la madera. Connor saltó a mi lado, sacudiéndose el agua de su pelaje, empapándome de nuevo y haciendo que soltase una carcajada.
—Gracias, amigo, ya me bañaste —dije en tono burlón, sacudiendo mi cabeza con una sonrisa sarcástica. Lo observé por un momento, y por alguna razón, sentí que él también se reía, aunque fuera en su propia manera de perro.
Miré alrededor, sintiendo la inmensidad del lugar invadiéndome por completo. Los árboles, altos y majestuosos, se alzaban como gigantes silenciosos, sus troncos robustos cubiertos por cortezas rugosas, mientras sus ramas se extendían como fortalezas impenetrables que parecían proteger este rincón olvidado del mundo. El viento soplaba suavemente, susurrando entre las hojas, creando un eco de voces antiguas que solo el lugar parecía conocer. Era un refugio natural, aislado, rodeado de un aire místico que me hacía sentir pequeña y vulnerable, como si fuera la primera vez que llegaba aquí, aunque algo en mi interior me decía que no era así.
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Editado: 05.04.2025