La puerta del despacho fue tocada tres veces. Metí la cadena en el bolsillo de mi pantalón mientras daba autorización para que entraran. La puerta se abrió lentamente y, sin previo aviso, mi hermana entró al despacho. Su expresión era la de un muerto viviente. Había ojeras profundas bajo sus ojos, y su rostro, que solía estar lleno de luz, se veía apagado, casi como si la felicidad que había encontrado por fin al reencontrarse con su mate se hubiera esfumado por completo.
Me dio la impresión de que, en este momento, su alma había sido drenada, como si todo lo que la hacía sonreír se hubiera esfumado en un instante. Un pesado silencio llenó la habitación, y yo me quedé allí, observándola, esperando que hablara. Sentí cómo mi pecho se comprimía a medida que ella se acercaba, pero no podía dejar de pensar que lo peor estaba por venir.
—Tenemos otro problema... —murmuró, con voz tan débil que apenas pude escucharla. Sus ojos estaban casi completamente bajos, y su cuerpo parecía agotado, derrotado, como si estuviera arrastrando el peso de un mundo que la aplastaba. Un nudo comenzó a formarse en mi garganta mientras mi mente volaba a mil por segundo, imaginando todas las posibilidades que podrían estar detrás de esas palabras. Mi corazón comenzó a latir más rápido, y la ansiedad me invadió.
—Por favor, dime que no la encontraron muerta —rogué con desesperación, con un nudo inmenso en la garganta. El maldito bosque era un maldito peligro, y si me dice eso, no sé qué haría. Perdería completamente la cabeza y acabaría con todos. Ella negó lentamente, aún sin mirarme, lo que hizo que mi respiración se volviera más tranquila, pero no lo suficiente. La incertidumbre me comía por dentro.
—¿Entonces? —pregunté, mi voz temblando, como si temiera escuchar la respuesta.
—En una semana es la semana de celo —dijo, elevando finalmente la mirada hacia mí. Esas palabras me golpearon como una descarga eléctrica, helando por completo mi sangre.
—¡Maldita sea! —gruñí, exaltado, como si un cubetazo de agua helada me cayera sobre la cabeza. Mis ojos se clavaron en ella, viéndola dar un respingo en su lugar.
Ai se alejó un poco, asustada por mi reacción. Me sentí horrible. Ella jamás había reaccionado así a uno de mis arranques de ira. Siempre había sido la que lograba calmarme cuando mi furia era incontrolable, la que me ayudaba a mantener la cabeza fría. Ahora, sin embargo, la vi alejarse, temblando de miedo. El hecho de que ella, mi hermana, tuviera miedo de mí me desgarró por dentro.
—Deja eso —rogó, su voz estrangulada, y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Al verla así, un sentimiento de culpa aplastó mi pecho. No solo había herido su confianza, sino que también la había hecho temerme. Me sentí como la peor escoria del universo.
—¿Ah? —dije, sin entender, sin saber qué estaba pasando en ese momento. La presión en mi pecho aumentó, y el dolor en mi corazón era insoportable. Ella nunca había actuado así conmigo. Siempre había sido la que me controlaba, la que evitaba que me descontrolara, la que me ayudaba a encontrar la calma cuando mi rabia amenazaba con estallar. Pero ahora, veía que se había convertido en algo completamente diferente. Era como si estuviera viendo a una versión aterrada de ella misma, completamente sumisa, ajena a la fuerza que alguna vez la definió.
—Tu esencia de alpha me está estrangulando —dijo con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mirando al suelo. Esas palabras me atravesaron como un cuchillo afilado. Yo no sabía cómo controlar esa energía salvaje que corría por mis venas, y el enojo y la impotencia me sobrepasaban. No podía dejar que mis instintos me controlaran de nuevo. Pero parecía que ya estaba fuera de control.
Me acerqué a ella, pero, al ver su temor, el odio hacia mí mismo creció. Sin pensarlo, la empujé fuera del despacho, tirándole del brazo con más fuerza de la que tenía intención. Necesitaba estar solo, encerrarme en mi mente y tratar de encontrar una manera de calmarme, pero la imagen de su rostro tembloroso y asustado me atormentaba.
—No quiero a nadie en la casa —ordené, con voz dura, sin poder evitarlo. Estaba tan fuera de mí que mis palabras salieron como un rugido. Ella respiraba entrecortadamente, y después soltó un sollozo que me desgarró el alma. Eso me enfureció aún más, verla así por mi culpa.
—Oshin, no te hagas esto... —dijo, su voz rota, mientras las lágrimas caían de sus ojos. Al verla llorar, algo dentro de mí se rompió. Estaba perdiendo el control, y el miedo a perderla por completo me hacía explotar. No podía detenerme. Mi ansiedad y el pánico me envolvían, y solo podía pensar en cómo mantenerla alejada de mis instintos.
—¡A nadie! —gruñí, empujándola fuera del despacho, azotando la puerta con fuerza. No podía permitir que nadie se acercara a mí. Mi ira me estaba arrasando, y lo último que quería era que alguien más fuera herido por mi falta de autocontrol. Ella jadeó, y luego salió corriendo por el pasillo. No sabía cómo detenerme. La noticia de que el celo estaba por llegar me tenía completamente fuera de mí. Golpeé la puerta con mi puño cerrado, lleno de frustración, mientras las manos me temblaban de ansiedad.
Jamás había pasado un celo en abstinencia. No tenía idea de cómo lo haría, y la idea de tener que someterme a mis propios deseos animales mientras sabía que podría lastimar a mí pequeña me aterraba. Sabía que no podía permitirme ceder. No podía tocar a nadie, no podía arriesgarme a lastimarla. Ahora, con nuestra unión más fuerte que nunca, cualquier acción impulsiva podría quebrarla de manera irreversible. Y eso, eso era lo último que quería. No podía imaginarme perdiéndola de nuevo.
No me perdonaría si la lastimaba. No lo haría. Y mucho menos ahora que había tenido la oportunidad de recuperarla. El solo pensamiento de que algo pudiera romper lo que habíamos reconstruido me hacía temblar de pavor.
El dolor del celo, la desesperación de mis instintos animales, me amenazaban con consumir. Pero no podía ceder. Me encerraría, me aislaría en el calabozo si hacía falta, para que mi monstruo interior no pudiera salir. Nadie, ni siquiera yo mismo, podía confiar en lo que era capaz de hacer durante esos días. Pero ¿cómo podría soportarlo? Una semana entera de tortura, sin poder ver a nadie, sin poder tocar a nadie. Sin ella. La idea de pasar por todo eso me atormentaba, pero me era imposible pensar en una alternativa. No podía permitirme hacerle daño. Si ella supiera lo que me pasaba por la cabeza, me odiaría más aún.
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Editado: 05.04.2025