"Los niños no tienen la culpa de los padres que le tocaron o la manera en la que fueron engendrados"
Oshin Itreque
Era de noche. Me encontraba en mi cuarto, acostado en la cama, mirando al techo, esperando que algo sucediera para sacarme de esta maldita monotonía que me ahogaba día tras día. El sonido del viento aullando fuera de la ventana me pareció casi una burla, una constante recordándome que mi vida estaba atascada en un ciclo del que no podía escapar. Ya no esperaba nada, ni siquiera en mis sueños más desesperados pensaba que algo cambiaría.
De repente, la puerta de mi habitación fue golpeada con furia. Un golpe tras otro, como si quien estuviera al otro lado no tuviera control sobre su desesperación. Me levanté rápidamente, algo en mi instinto me dijo que no debía dejar pasar más tiempo sin saber qué sucedía. Abrí la puerta y ahí estaba mi hermana, con los ojos desorbitados y el rostro completamente alterado.
—El bastardo se muere —dijo entre jadeos, sin ningún tipo de filtro en su voz—. Un Rogers atacó a su madre, la puta está en emergencias tratando de salvar al bastardo.
La miré, no supe qué responder, y el silencio fue mi única respuesta. Me limité a soltar una respuesta neutra, una que no reflejaba ni la más mínima emoción.
—Por mí que se mueran ambos —murmuré sin siquiera moverme. Lo dije sin pensar, casi como si fuera una broma cruel.
En un abrir y cerrar de ojos, mi hermana me soltó un golpe en la cara. Caí al suelo de inmediato, con la nariz sangrando y el labio partido. Ai, mi hermana, se acercó a mí con la furia en sus ojos, como si todo lo que acababa de decir me lo hubiera cobrado al instante.
—¡El bastardo no tiene la culpa de la manera en la que fue engendrado! Y si hubieras tenido la decencia de acompañarnos, no pensarías igual —gruñó, y con un gesto rápido me agarró de la oreja. Sin mediar palabra, me arrastró fuera de la casa, mientras yo me quejaba entre gruñidos.
Ella era la mayor por simples segundos, pero todos sabíamos que, a pesar de eso, yo era el alpha. Aunque, claro, era algo que nunca aceptó. No le interesaba la responsabilidad de serlo. Se dejó llevar por su propio enojo y yo… yo siempre prefería mantenerme en la distancia, lejos de las complicaciones.
—¡Déjame, loca! —le dije, sintiendo su presión sobre mi oreja, pero ella simplemente me soltó, mirándome fría como siempre.
—Ahora mismo, mueve tu culo hacia el hospital conmigo. Y vas a ordenar que hagan lo posible por salvar al bastardo de tu hijo —rugió con rabia. Mi hermana tenía un control sobre mí que pocas veces reconocía, pero no podía dejar que me arrastrara sin más. Sin embargo, en ese momento, la vida me había colocado en una esquina, y no tenía más opción que seguirle el paso.
El hospital estaba a unos pocos minutos en coche, pero a mí me parecía que el tiempo pasaba de manera distinta. Todo lo que podía pensar era en lo que había dicho la ginecóloga, que había hecho el chequeo de urgencia. La mujer había hablado sobre una "cualidad" única en los hijos de Itreque, algo que, aunque no comprendía completamente, parecía confirmar que ese bebé era mío.
—No hay necesidad de una prueba de ADN para saber que es tu hijo, alpha —había dicho la doctora, de manera casi monótona—. Los hijos de Itreque tienen una pequeña cosa que los caracteriza, una cualidad, digámoslo así. Saben a quién fiarse y a quién no. Cuando está en el vientre, ese bebé no muestra ningún indicio de querer estar cerca de su madre, pero con la abuela y la tía sí lo hace.
Esas palabras me retumbaban en la cabeza, y no podía dejar de pensar que la doctora tenía razón, pero, aún así, no estaba dispuesto a aceptar nada sin una prueba. Al menos, no hasta que el niño naciera y pudiera hacerla por mi cuenta. La duda era un veneno que me carcomía.
Después de lo que parecieron horas, un doctor salió de la sala de emergencias. Mi madre saltó de su asiento y Ai hizo lo mismo, ambas con la misma preocupación reflejada en sus rostros.
—¿Cómo está mi nieto, doctor? —preguntó mi madre, su tono impregnado de esa esperanza que yo no sentía. Solo bufé al escucharla.
El doctor suspiró, como si el peso de lo que iba a decir le costara.
—Está fuera de peligro. Estuvo a punto de morir, pero de manera milagrosa se salvó —luego, su rostro se tornó más serio—. La madre está estable. Solo que le quedará una cicatriz en el lado del abdomen por el ataque de Rogers que sufrió.
Mi mente no podía concentrarse en esas palabras, todo lo que escuchaba era un murmullo lejano. Me levanté de mi silla sin esperar más, y caminé hasta la habitación donde estaba la madre del niño. Al entrar, mi corazón dio un vuelco al escuchar un murmullo que reconocí de inmediato.
El murmuró una voz suave, tan familiar y tan distante al mismo tiempo. El instinto me dijo que era la voz de mi niña, pero al abrir la puerta con brusquedad, no había nadie. Solo estaba ella, la pelirroja, llorando en la cama, mirando hacia el suelo, temblando de miedo.
La ignoré por completo, mi mente giraba en otro lugar. La visibilidad de mi mente me había jugado una mala pasada, juré que había oído su voz, pero no era así. Solo esa maldita confusión que siempre me persiguió.
Me giré hacia la pelirroja, sin siquiera mostrar compasión, y solté las palabras que me rondaban.
—Supongo que te salió. Aunque aún le haré la prueba de ADN a ese engendro —dije, mientras el vació se instalaba en mí.
Ella no respondió, solo continuó llorando en silencio. No pude soportarlo más y me marché sin decir una palabra más.
—¡Oshin! —La voz de Ai me llamó con un tono de alegría, interrumpiendo mis pensamientos. La miré mientras se acercaba a mí, con una pequeña bolita en los brazos.
—¡Míralo! —me dijo, sonriendo de oreja a oreja. Miré de reojo al bebé en sus brazos y, por un segundo, mi corazón dio un giro que no pude controlar. El bebé tenía el mismo color de cabello que yo, y sus ojos, esos ojos miel, me miraban fijamente.
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Editado: 05.04.2025