"El amor es más que un 'te quiero' es un 'te cuido' y eso lo aprendí contigo"
Todo parecía suceder demasiado rápido en la casa de los Hunter. La señora, con los ojos llenos de lágrimas, miraba a la niña que se había ganado su cariño en tan poco tiempo. No podía evitar el dolor de tener que separarse de ella. Trece años habían pasado desde que la pequeña llegó a su vida, y ahora debía dejarla ir, aunque sabía que era lo mejor para ella. El vínculo que habían creado en ese tiempo la hacía sentir que perderla era como perder una parte de sí misma.
La chica, por otro lado, no compartía la misma tristeza. Aunque también sentía algo de dolor por dejar atrás a las personas que la habían cuidado, estaba más que emocionada con la idea de lo que le esperaba. El destino la había llamado, y su corazón latía con rapidez ante la proximidad del reencuentro con él. Él... su dueño, el hombre al que había estado esperando todo este tiempo, el mismo con el que había compartido sus sueños. La promesa de ese encuentro la envolvía en una mezcla de nervios y emoción desbordante.
La noche anterior, justo después de cumplir sus dieciséis años, le habían avisado que debía irse a su nuevo hogar. Con manos temblorosas, la joven comenzó a organizar su maleta, metiendo cuidadosamente lo esencial para su nueva vida. Cada movimiento parecía lento, pero cada objeto que colocaba dentro tenía un significado. En el fondo de la maleta, como un tesoro escondido, sacó un pequeño peluche de conejo blanco con un galleta entre sus patas. Era el único recuerdo que le quedaba de su familia real, el único lazo tangible con su pasado. Era lo único que quedaba de su madre después del accidente. Lo miró con nostalgia y, con cuidado, lo metió entre la ropa, asegurándose de que estuviera protegido. Esa pequeña pieza de su historia la acompañaría en el futuro incierto que la esperaba.
Fumiko, como se llamaba, se apresuraba. Ya fuera de la casa, el hombre que la llevaría a su nuevo hogar la esperaba en la entrada, listo para partir. Sabía que este día sería el primero de una nueva etapa de su vida, y aunque sentía una mezcla de emoción y miedo, su determinación de ver a él la mantenía firme. Ya no había marcha atrás.
Mientras tanto, en la manada de los Itreque, el ambiente estaba agitado. El futuro ex-Alpha, un hombre al que la vida había comenzado a pesarle, había ordenado preparar una habitación cerca de la de su hijo. Quería asegurarse de que la chica que se le asignaría, la apartada de su hijo, no pasara dificultades en su nuevo hogar. Había mandado a comprar ropa adecuada para ella, queriendo hacer todo lo posible por facilitar su adaptación. Sin embargo, nadie sabía que la llegada de Fumiko marcaría un cambio irreversible en la vida de todos, en especial en la de su hijo.
El menor de los Itreque, Oshin, no estaba preparado para lo que se avecinaba. Había salido de una fiesta apenas tres horas antes, agotado y con la cabeza aún dándole vueltas por el ruido y la intensidad de la noche. No pensaba levantarse hasta el día siguiente, pero los ruidos provenientes de fuera lo despertaron de golpe. Salió a investigar el bullicio, cansado y con los ojos aún entrecerrados, solo para encontrarse con un caos de gente corriendo de un lado a otro.
Su madre, ajena a su sueño interrumpido, se encontraba en la cocina, completamente inmersa en la preparación de un postre. Las empleadas ayudaban a organizar todo para lo que sería una recepción especial, una celebración que, para ella, significaba más que un simple encuentro. En la mesa cercana a la cocina, se veían varios tipos de postres, todo dispuesto con amor y esmero. Pero Oshin, aún molesto por la interrupción de su descanso, no podía comprender el motivo de tanto alboroto.
—¿Mamá, qué carajos pasa? —preguntó con una voz somnolienta, restregándose los ojos de forma cansada.
Ella lo miró, sorprendida por su estado, y le contestó con una mirada crítica.
—¿Qué haces en fachas, Oshin? —dijo, claramente molesta, pero con un tono de cansancio, como si la situación fuera demasiado común para ella.
—Quiero dormir, mujer —se quejó él, acercándose a la isla de la cocina, donde apoyó sus antebrazos y dejó caer la cabeza, mirando a su madre con una mezcla de desgano y frustración.
Ella, sin embargo, no dejó de trabajar y, sin darse por vencida, intentó seguir con su labor.
—¿No dejaste que Oliver te lo dijera? —preguntó, cruzándose de brazos mientras lo observaba.
Oshin levantó la cabeza para mirarla, sin comprender.
—Dije que quería dormir y que luego me dirías lo que sea —respondió, bostezando de nuevo. La mujer suspiró, claramente cansada, pero aún con esperanza.
—Pues ve a arreglarte, que no tarda en llegar —le dijo ella con una sonrisa ansiosa, casi como si estuviera esperando un milagro. Oshin la miró, sin entender del todo.
—¿Quién viene, mamá? —preguntó, con un tono de aburrimiento que ocultaba su creciente curiosidad.
La mujer, intentando recordar el nombre, lo pensó por un momento.
—Ella… ¿Cómo era que se llamaba? —murmuró, pensativa. Oshin la observaba, con una ceja levantada.
—¿Fanny? ¿Fily? —continuó ella, sin tener éxito, recitando nombres parecidos. Finalmente, Oshin, al unir las piezas, exclamó con asombro.
—¿Fumiko? —dijo, a punto de desbordarse de sorpresa. La mujer asintió, orgullosa de haberlo recordado finalmente.
—¡Fumiko! Ella misma... Estará aquí en unas dos horas —dijo la mujer con una sonrisa tan amplia que parecía iluminar la habitación.
Oshin, que estaba incrédulo, se levantó de un salto.
—¿¡VENDRÁ!? —preguntó, sin poder creer lo que acababa de escuchar. El cansancio y el sueño ya no existían en su cuerpo. Solo quedaba la emoción pura, una mezcla de esperanza y nerviosismo. —¿¡POR QUÉ NO ME AVISARON!?
—Ya, Oshin, mejor ve a arreglarte —dijo la madre, con una ligera sonrisa al ver la emoción de su hijo, lanzándole un trapo de cocina. Oshin lo atrapó sin pensarlo, dejó el trapo en la isla de la cocina y salió rápidamente hacia su cuarto. La idea de ver a Fumiko, la chica que había estado esperando durante tanto tiempo, lo llenaba de una felicidad que no experimentaba desde hacía años.