"Yo rechace a muchos por ti... ¡¿Qué te costaba hacer lo mismo por mí?!"
Fumiko Ibars
Estaba feliz. No, más que eso. Era una felicidad abrumadora, casi irreal.
Después de tanto tiempo, después de años de anhelarlo en silencio, de contar los días sin él y de sostenerme solo con su recuerdo, finalmente estaba aquí. Sus brazos me rodeaban, fuertes y cálidos, envolviéndome en esa seguridad que había extrañado tanto. Mi corazón latía con fuerza, pero no de ansiedad, ni de tristeza. Latía de puro alivio.
"Ahora no dolerá nada", pensé con un suspiro.
Había esperado este momento durante catorce años. Catorce años de ausencia, de noches en vela preguntándome si algún día volvería a verlo. No fue un sufrimiento físico, pero el peso de su ausencia me asfixió más de lo que jamás habría imaginado. Su nombre era un eco constante en mi mente, su rostro una imagen grabada en mis sueños. Pero ahora lo entendía.
Siempre había creído que mi desesperación por estar con él era irracional, que mi dependencia emocional rayaba en la obsesión. Pero la verdad era otra: él era mi destino. Mi alma gemela.
Mis "padres" me habían hablado de esto, de los lazos que unen a ciertas personas de maneras inexplicables, pero jamás pensé que mi necesidad de tenerlo cerca fuera precisamente eso: el llamado de un vínculo inquebrantable.
Aun así, había algo que me preocupaba. Algo que no lograba entender.
Cada día, desde que me alejaron de él, había sentido un dolor sordo en el pecho. A veces era solo una punzada leve, otras, una presión insoportable que se apoderaba de mi interior como si alguien estuviera destrozando mi alma con lentitud, disfrutando cada rasgadura. Y era diario. Siempre. Sin falta.
Pero ahora… ahora que estaba entre sus brazos, ese dolor había desaparecido.
¿Era posible que todo ese sufrimiento se debiera a la distancia entre nosotros? ¿A la separación de dos almas destinadas a estar juntas?
No lo sabía. Pero lo que sí sabía era que, por primera vez en años, me sentía completa.
—Pequeña —su voz me sacó de mis pensamientos.
—Dime —respondí sin despegarme de su pecho.
No quería moverme. La sensación de su cuerpo cálido contra el mío era tan reconfortante que temía que, si me alejaba, todo esto no sería más que un sueño.
—¿Qué te parece si vamos a la cocina? Seguro tienes hambre.
Parpadeé un poco, tratando de analizar si realmente tenía hambre. Lo pensé un momento, pero luego negué lentamente sin soltarlo.
—Si no te molesta… —apreté más mis brazos alrededor de su cintura— me gustaría quedarme aquí…
Su risa suave vibró en su pecho, y el sonido me hizo sonreír sin darme cuenta.
—Bien —aceptó sin discutir—. Le diré a una de las empleadas que traiga la cena aquí…
Bufé y me aferré más a él, negando otra vez.
—Me refería a así, contigo… —hice un leve puchero.
No tenía hambre, solo cansancio. Un cansancio profundo, como si todo el peso de los años sin él finalmente me estuviera alcanzando. Su perfume me envolvía, me adormecía, me hacía sentir como si estuviera flotando en un mar cálido y tranquilo.
Y cuando estoy así de cansada… no soy precisamente madura.
—No me dejes de nuevo… —susurré, sintiendo las lágrimas deslizarse sin control por mis mejillas.
No lo entendía. Un segundo atrás, estaba tranquila. ¿Por qué ahora sentía este miedo irracional?
Él me abrazó con más fuerza, y en su reacción pude notar su preocupación.
"Patética", pensé con desdén hacia mí misma. Pero me ignoré.
—No lo haré, pequeña.
Su voz era firme, decidida, pero también dulce. Con cuidado, me separó un poco para tomar mi rostro entre sus manos.
Nuestros ojos se encontraron.
Los suyos, de un color miel intenso, me miraban con una ternura indescriptible. Eran los mismos ojos que había imaginado cada noche antes de dormir, los mismos que me aseguraban que todo estaría bien.
—No dejaré que te alejen de mí otra vez —susurró con convicción—. Lo prometo.
Sus pulgares acariciaron mis mejillas, limpiando las lágrimas que seguían cayendo. Luego, se inclinó y dejó un beso en la comisura de mis labios.
Su contacto fue suave, casi etéreo, como si temiera que pudiera romperme en cualquier momento.
—No quiero que me separen de ti otra vez… —murmuré con un leve hipo.
Él deslizó su dedo índice por mi mejilla, en una caricia familiar que me recordó a alguien más. A Dai, afuera.
—No lo permitiré. Esta vez tengo la edad y el tamaño suficiente para partirle la cara a cualquiera que lo intente.
Solté una pequeña risa. No lo decía en broma, y eso lo hacía aún más gracioso.
Pero en el fondo, sus palabras me tranquilizaban.
Bostecé sin poder evitarlo. El viaje había sido agotador, y el día en la casa de ella… demasiado largo.
—¿Quieres dormir? —me preguntó.
Asentí levemente. Me tomó en brazos y me acurruqué más contra él, llenando mis pulmones con su aroma reconfortante. Me bajó con suavidad y me acostó en su cama.
—Descansa, pequeña... —susurró, dejando un beso en mi frente antes de alejarse.
Un miedo irracional me invadió.
—No quiero dormir... —dije rápidamente, tomándole del brazo.
Él me miró con dulzura y tomó mi mano.
—¿Por qué, amor?
—Porque siempre que despierto, ya no estás conmigo... —murmuré, pestañeando con cansancio.
Miré hacia la ventana del enorme cuarto y vi el sol ocultándose en el horizonte.
—Además... pronto empezará a doler. Y si no estás conmigo, el dolor no cesará hasta tarde... —bajé la voz, sintiéndome vulnerable.
Él me miró sorprendido.
—Quédate, por favor... —supliqué.
Su expresión se suavizó y acarició mi rostro.
—Bien.
Se acomodó a mi lado en la cama y empezó a acariciar mi espalda. Su calor, su aroma y su cercanía hicieron que el sueño me venciera rápidamente.
"Solo espero que ahora no duela", pensé antes de caer en los brazos de Morfeo.