Oshin Itreque
Entramos a la manada, y el caos me golpeó con la misma intensidad que una tormenta imparable. Los murmullos se entrelazaban en un ruido ensordecedor, las figuras de los guerreros y demás miembros de la manada corrían de un lado a otro, frenéticos, y el ambiente estaba cargado de una tensión palpable que me calaba hasta los huesos. Cada paso que daba se sentía más pesado, como si el aire mismo estuviera tratando de detenerme, asfixiarme. El miedo, la incertidumbre, todo parecía converger en un solo punto: ella no estaba.
Mi respiración se volvía cada vez más irregular, mi mente luchaba por encontrar algo que me diera respuestas. Miraba a mi alrededor, pero no veía nada más que caos. Todo se desmoronaba a mi alrededor. Mi cuerpo comenzó a reaccionar de manera automática, guiándome hacia la casa, el único lugar donde quizás podía encontrar algo, una pista que me ayudara a entender qué diablos estaba pasando.
Apenas llegamos, bajé del auto sin pensar, como un robot, y entré a la casa, la puerta golpeó la pared con un estruendo que casi me sacudió. Mi mente estaba en una espiral descendente, y ni siquiera me di cuenta del ruido que acababa de hacer. Solo quería respuestas, quería verla, escuchar su voz, incluso si esa voz me gritaba, me regañaba. Pero nada de eso ocurrió. Lo único que escuché fue el grito de mi madre, su voz rota, tan llena de desesperación que me heló la sangre.
—¿CÓMO QUE NO ESTÁ EN NINGÚN LADO? —gritó mi madre, su rostro contorsionado por la angustia mientras se frotaba el cabello y la cara, como si quisiera arrancarse el dolor que sentía de su ser. Mi estómago se retorció, la ansiedad creció hasta niveles insoportables.
—No, señora Estrella. Nuestra luna no está en ningún lado de la manada —respondió el guardia, su voz temblorosa. Parecía asustado, pero nada de eso me importaba. Lo único que podía procesar era la ausencia de Fumiko, su desaparición repentina que lo cambiaba todo.
De repente, todo a mi alrededor desapareció, y solo quedé yo, mi madre, el guardia, y la horrible verdad que me acababa de golpear. Mi respiración se volvió irregular, mi garganta se cerró. Caí al suelo sin previo aviso, mi cuerpo cayendo como un peso muerto, incapaz de sostenerme. La sensación era abrumadora, el vacío en mi pecho era tan grande que me dolía. Me sentía como si el aire me faltara, como si todo lo que conocía se estuviera desmoronando bajo mis pies. Quería gritar, pero no podía. Mi garganta estaba cerrada, atorada con el miedo y la desesperación.
—¡HIJO! —la voz de mi madre me alcanzó desde lo lejos, como si estuviera atrapada detrás de un muro invisible. Su mano me tocó, pero apenas la sentí. Solo podía escuchar la risa de mis pensamientos, una risa amarga que resonaba en mi cabeza.
—¿Desde hace cuánto? —pregunté, mi voz quebrada por la ansiedad. Mi mente estaba atrapada en un bucle de pensamientos oscilantes. Fumiko se había ido, pero no entendía por qué. No quería entenderlo. No quería aceptar que ella se había ido, que la había perdido. Ella no podía haberse ido así, no después de todo lo que habíamos compartido.
Mi madre, con los ojos llenos de lágrimas, me sostuvo de los brazos. Podía sentir el temblor en sus dedos, pero nada de eso me reconfortaba. Ella tampoco tenía respuestas. No tenía nada que decirme que pudiera aliviar esta sensación de vacío.
—Cuando la fui a buscar esta mañana al cuarto para desayunar, no estaba. En la cama había una carta para ti —explicó, su voz temblorosa. Las palabras apenas llegaron a mi mente, bloqueadas por la niebla de mis propios pensamientos. Carta. ¿Una carta? No podía ser real. Necesitaba verla, necesitaba saber qué había escrito.
El dolor comenzó a apoderarse de mí, y sentí cómo mi pecho se llenaba de una angustia insoportable. Dai, mi corazón, lloraba dentro de mí, gritando con una desesperación que no podía comprender completamente. Mi mente empezó a procesar lo que estaba pasando, pero las piezas no encajaban. Ella no podía haberse ido así, no podía haberme dejado.
—¡Encuéstrenla! —grité, mis puños apretados con fuerza. Mi voz salió rota, llena de una furia descontrolada. No podía soportarlo. ¡No podía! —¡AHORA! —rugí con voz de alfa, mi autoridad, mi desesperación, mi dolor, todo se volcó en esas palabras.
El guardia salió disparado de la casa, asustado, sin mirar atrás. Mi mirada se desvió hacia Riu, que había golpeado la pared con tal fuerza que el sonido retumbó en mis oídos. Su mandíbula estaba apretada, su rostro tenso, y por un momento vi en sus ojos lo que yo sentía: desesperación, miedo. Y luego, al cruzarse con mi hermana, su expresión se suavizó, pero solo un poco. Sabía que ella tampoco entendía lo que estaba pasando, pero lo intuía. Algo no estaba bien. Y ella estaba tan perdida como yo.
Las horas pasaron como si fueran días. No lograba encontrar ni un solo rastro de ella. Cada segundo era un tormento, una agonía creciente. Los guardias seguían buscando, pero yo me sentía cada vez más impotente, atrapado en la incertidumbre de no saber si alguna vez volvería a verla.
Entré en el cuarto después de tanto buscar, mi cuerpo agotado, pero mi mente aún acelerada, como un tren fuera de control. Cerré la puerta con la carta en mis manos, una carta que, en el fondo, esperaba que fuera una broma. Tal vez todo esto era solo una pesadilla de la que pronto despertaría. Deseaba con todo mi ser que fuera eso. Necesitaba que fuera eso.
Me senté en la cama, las lágrimas acumulándose en mis ojos. Estaba cansado, tan cansado de todo esto. Ya era de noche, y los guardias seguían buscando, pero nada llegaba. Nada me acercaba a ella. Fumiko, mi pequeña, se había ido. Y yo no sabía cómo ni por qué.
Finalmente, abrí la carta, y sus palabras comenzaron a caer sobre mí como una lluvia fría y dolorosa.
"Lamento tener que irme así de esta manera, pero tuve miedo. Ahora no sé cómo estés, tal vez molesto porque la he dejado, o tal vez estés triste porque la niña que tanto esperaste te ha dejado de lado... He visto tantas expresiones tuyas en estas semanas, que realmente no puedo adivinar cuál de todas tendrá tú rostro en este momento."