Apocalipsis "La Leyenda Del Fin"

Capítulo V "La Leyenda Del Fin"

El sol comenzaba a asomarse en el horizonte del desierto de Cayuyu, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rojizos, los mismos colores que ahora bailaban en la memoria de Calena. Se había quedado dormida en la cueva, exhausta y humeante tras su enfrentamiento con el coloso. Al despertar, no sentía dolor ni rastro de las heridas de su lucha. Todo su cuerpo se sentía nuevo, como si cada músculo y cada hueso hubieran sido reconstruidos. Una sensación de poder, antes aterradora, ahora la envolvía con una extraña calidez. Se levantó y salió de la cueva, viendo a Belfegor sentado en una roca, observando el amanecer con una quietud que contrastaba con su naturaleza volátil.

—¿Te sientes diferente? —dijo Belfegor sin siquiera voltear a verla. Su voz, como siempre, era una brisa gélida en el abrasador desierto.

—Sí… Como si me hubieran rearmado —respondió Calena, tocándose el pecho—. ¿Cómo es posible que ya no tenga ninguna herida? La lanza… me atravesó.

Belfegor rió suavemente, una risa seca y sin humor.

—Tu cuerpo es una creación divina, Apocalipsis. No puede ser destruido tan fácilmente. Lo que consideras una herida, para ti es solo una interrupción momentánea. Te sanaste a ti misma en un sueño, como un reflejo instintivo. La lanza, por cierto, era solo una manifestación de mi propia voluntad. Si lo hubiese querido, te habría desintegrado al instante.

Calena lo miró con furia. —Aún no entiendo por qué lo hiciste.

Belfegor se volteó, sus ojos grises como el hielo clavados en ella.

—Te lo dije. Es tu naturaleza. No respondes a la razón, solo a la supervivencia. La misma que te hizo partir el camión y aniquilar al coloso. Creíste que era para defenderte, ¿cierto? Pero fue para defender la única verdad que conoces, para defenderte de ti misma. Tu mente humana es un obstáculo, Calena, y hasta que la quites del camino, serás un peligro para ti y para todos los que te rodean.

—No. Mi mente humana es lo único que me queda. Es lo que me hace… lo que soy —respondió Calena, con la voz quebrándose ligeramente. Pensó en Chloe, en el plato de desayuno que su madre le ponía cada mañana, en las risas con Aimé. Esos recuerdos eran el ancla que la mantenía cuerda.

—¿Y qué es eso, Calena? —preguntó Belfegor, poniéndose de pie y caminando lentamente hacia ella—. ¿Qué es la humanidad, en realidad? Dime lo que has visto, lo que has vivido. ¿Acaso no has notado la crueldad en cada esquina? Los líderes que mienten y envían a los jóvenes a morir en guerras sin sentido. Las familias que se odian por dinero, por envidia, por resentimiento. Los hijos que se olvidan de sus padres y la tierra que está muriendo lentamente, devorada por la avaricia.

Calena negó con la cabeza, sus ojos llenándose de lágrimas.

—Pero también hay amor. Mi madre me crió con amor, me dio un hogar. Aimé… ella es una buena persona. ¿Acaso no hay bondad en el mundo?

Belfegor soltó una carcajada amarga.

—¡Bondad! —espetó, la burla resonando en su voz—. La bondad humana es un espejismo, una excusa para la miseria que se perpetúa en sus corazones. La maldad, Apocalipsis, es el motor de este mundo. Es la verdad de la humanidad. Y tú fuiste creada para corregir el error. Los dioses de la luz, que se hacen llamar protectores, crearon a la humanidad en su arrogancia, creyendo que podían dominar la oscuridad. Pero fracasaron. La humanidad es una plaga, un cáncer en la existencia misma. Y tu propósito, tu razón de ser, es extirpar ese cáncer.

Se acercó a ella y le tomó el rostro con su mano fría. La sensación era como el mármol, inerte y sin vida.

—Eres el antídoto. La limpieza que debe ocurrir para que la creación pueda comenzar de nuevo. Eres la Leyenda del Fin, la profecía que los mortales temen y que nosotros, los verdaderos gobernantes, esperamos. La tierra está enferma, y tú eres la fiebre que la va a purgar.

Calena cerró los ojos, el peso de sus palabras casi la aplasta. Sentía el terror, pero también una furia creciente. Una furia por la injusticia de todo aquello.

—No me importa —murmuró, su voz cargada de una nueva determinación—. No importa si soy un fragmento de sus dioses, no importa si mi poder es el de un antídoto. Yo no lo usaré para destruir. No me importa lo que crean que es la verdad. Mi verdad es la que yo decida. Acepto lo que soy, pero no su propósito.

Belfegor la miró, una chispa de sorpresa en sus ojos.

—Interesante —dijo, soltándola—. Entonces, aceptas la carga. Bien. Es el primer paso. El segundo es dominarla.

De repente, el suelo tembló con una violencia que superaba cualquier cosa que Calena hubiera sentido antes. No era un terremoto, era una fuerza imponente, controlada, que se acercaba. La arena se arremolinó en un torbellino, y en el centro, una figura se materializó. Era un hombre alto, vestido con una túnica de lino negro y dorado, con una faja de cuero que le ceñía la cintura. Su cabeza era la de un chacal, con orejas puntiagudas y un hocico alargado. Sus ojos, profundos y dorados, brillaban con una sabiduría ancestral. En una de sus manos sostenía un cetro ceremonial con la punta en forma de coyote. A sus pies, un par de chacales, con pelaje oscuro y ojos rojos, le hacían reverencia.

Belfegor, por primera vez, se arrodilló, inclinando la cabeza.

—Maestro —murmuró.

El chacal no le prestó atención a Belfegor, sus ojos fijos en Calena. Calena sintió que sus rodillas querían doblarse, pero se mantuvo firme. Era una presencia mucho más poderosa que la de Belfegor, una autoridad que no necesitaba gritar para ser respetada.

—Levántate, Belfegor. Ya has jugado suficiente con la niña —dijo el hombre-chacal, su voz resonando en la mente de Calena como un eco de todos los lamentos de la humanidad. Era una voz solemne, antigua, y no dejaba espacio para la réplica.

Belfegor se puso de pie, con la cabeza baja.

—He preparado a la Princesa del Fin para su entrenamiento, Maestro Anubis —dijo Belfegor.




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