Apocalipsis "La Leyenda Del Fin"

Capítulo VI "Anubis"

El sol había alcanzado su punto más alto en el desierto de Cayuyu. El calor era tan intenso que la arena parecía vibrar. Calena estaba arrodillada, exhausta y empapada en sudor, no por el ejercicio físico, sino por la tensión mental y emocional que le había provocado el primer mandato de Anubis. Había logrado guiar el alma perdida, pero la invasión de emociones ajenas la había dejado al borde del colapso.

Belfegor la observaba con una expresión que mezclaba impaciencia y un respeto a regañadientes por la tenacidad de la chica.

—Levántate, Apocalipsis. No hay tiempo para el descanso. El Maestro Anubis regresará al anochecer, y espera avances significativos.

Calena apenas podía moverse. Su conexión con el poder era más fuerte que nunca, pero su mente se rebelaba contra el uso que se le exigía. Se levantó con dificultad, la arena quemándole las palmas.

—¿Avances? ¿Qué más quiere? ¿Que juegue a ser Dios con almas perdidas?

—No juegas. Actúas. Él quiere que entiendas la sutil diferencia entre la creación y la destrucción. Los dioses de la luz crean vida y se desentienden. Nosotros, los Dioses Oscuros, la equilibramos. El alma que salvaste ahora está en el lugar que le corresponde, un acto de orden, no de bondad. Es tu función.

Calena se limpió el rostro, con una nueva resolución en su mirada. —No, mi función es la que yo decida. Pero para decidir, necesito dominar esto. ¿Qué sigue?

Belfegor sonrió. La voluntad indomable de Calena era una espada de doble filo: peligrosa para sus amos, pero esencial para el poder que requerían.

—Hoy, exploraremos la sombra, el elemento con el que fuiste moldeada. La misma esencia que te permite manifestar obsidiana y metal. Vas a aprender a manipular la materia oscura que impregna todo lo que es.

Belfegor extendió su mano hacia una gran duna. El aire se hizo más frío alrededor de su extremidad. Lentamente, la arena comenzó a compactarse, no por presión, sino por la ausencia de luz, como si la negrura misma se estuviera solidificando. En cuestión de segundos, la duna se convirtió en una fortaleza de obsidiana negra, lisa y cortante.

—La sombra es la ausencia de luz, el vacío primordial. Es donde reside la verdadera fuerza. Ahora, hazlo. Conviérteme esa fortaleza en arena. No con fuego, no con un golpe de fuerza bruta, sino desintegrándola con la sombra. Haz que regrese a la nada de donde vino.

Calena sintió la presión. Cerró los ojos y se concentró. Trató de imitar la sensación de vacío que emanaba de Belfegor, pero solo lograba convocar destellos de fuego o pequeñas vibraciones en la tierra. Frustrada, gritó y golpeó la arena.

—¡No puedo! ¡Es demasiado!

—¡Sí puedes! —rugió Belfegor, perdiendo la paciencia—. ¡Deja de pensar como una humana y siente como una deidad! ¿Qué te enoja más? ¿La maldad del mundo? ¿El trato que le han dado a tu madre? ¡Busca esa ira, esa rabia! La oscuridad responde a las emociones viscerales, no a la ternura de tu corazón mortal.

Calena sintió un escalofrío. La furia regresó, pero no la rabia por la humanidad, sino la ira contra la injusticia que la había separado de Chloe. La visión de su madre llorando, la impotencia, la amenaza de Belfegor.

Sus manos comenzaron a brillar, esta vez con una luz violeta oscura, el color del vacío profundo. Apuntó a la muralla de obsidiana. La muralla no explotó ni se derritió; simplemente se desvaneció. Como si un pedazo de realidad hubiera sido borrado, la sombra se retrajo, y la obsidiana se convirtió de nuevo en polvo, regresando a la arena primordial.

Calena abrió los ojos, su respiración agitada. Lo había logrado.

—¡Excelente! —exclamó Belfegor, una sonrisa de triunfo asomándose en su rostro pálido—. Viste, Princesa. La destrucción es tu don natural. Ahora, hazlo de nuevo, pero sin ira. Hazlo con la fría indiferencia de un dios.

El entrenamiento continuó sin descanso. Calena conjuraba y disolvía la materia oscura, invocaba y apagaba llamas de metal fundido, y con cada éxito, su poder se hacía más refinado. Sin embargo, en su interior, Calena se aferraba a la única cosa que le impedía convertirse en el monstruo que Belfegor quería: la esperanza. La esperanza de dominar su poder lo suficiente como para volver y proteger a su madre.

La Sombra del Juez

Al caer la noche, el aire se volvió pesado y ominoso. La temperatura descendió bruscamente, a pesar de que el desierto aún irradiaba calor. Anubis regresó, esta vez sin el dramático remolino, simplemente materializándose detrás de Calena y Belfegor. Venía solo, y su presencia era tan imponente que incluso las estrellas parecían atenuarse a su alrededor.

—Veo que has avanzado, niña. Los informes de Belfegor son satisfactorios —dijo Anubis, su voz calma pero cortante—. Has aprendido a destruir la materia, un logro simple para tu linaje. Pero ahora debes entender el peso de tu corona.

Anubis se acercó a Calena, quien se mantenía erguida por puro desafío.

—Tú eres Apocalipsis, la Princesa del Tártaro. Pero también eres la Elegida para la purga final. Y en nuestro reino, la purga tiene un nombre: Juicio.

El dios chacal alzó su cetro, y con un golpe en la arena, el ambiente se transformó. Ya no estaban en el desierto; la arena se había convertido en un suelo de mármol negro y pulido. A ambos lados de ellos, se alzaron estatuas gigantes, cada una representando una deidad de la muerte: Tánatos, Mictlantecuhtli, Hela, Shinigami. Calena estaba en el centro de un gran salón, un panteón de la muerte.

—Este es el Salón de los Dos Juicios, Apocalipsis. Aquí es donde se pesa el alma de cada mortal. Y tú debes aprender a hacerlo.

Anubis señaló un trono de obsidiana. —Siéntate. Siente el peso de la responsabilidad.

Calena obedeció, sintiendo el frío del trono a través de su ropa. El Salón de repente se llenó de vida, o más bien, de espectros. Docenas de figuras fantasmales, con un aspecto gris y etéreo, flotaban en el aire. Eran almas.




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