Todo el tiempo que he llevado trabajando en el hospital Santa Sofía en Manizales, me hago siempre la misma pregunta cuando la muerte de algún paciente me toca bastante la parte emocional; ¿por qué es tan injusto que alguien que no le haya hecho daño a nadie tenga morir, mientras que los que si han hecho daño terminan viviendo?, no digo que este mal que vivan, pues la naturaleza de un doctor no es fijarse si x o y persona es buena o mala para decidir sobre la vida.
Ser doctor no es fácil y tampoco es algo que se logre, así como si nada. Mucha gente en sus estudios de la carrera de medicina termina abandonándola a eso del quinto semestre o incluso ya cuando el título de doctor lo tienen en frente. Al menos por mi parte, no la abandone por mucho que sufrí —porque es una carrera humana y a pesar de sus cosas malas, sigue siendo algo bonito ayudar al más necesitado—. Sin embargo, lo malo de ser un doctor, una enfermera o alguien que se especialice mucho en el campo de la salud, es acompañar a los familiares de una persona en su dolor. Creo que es la peor sensación ver a una madre llorar por su hijo con desespero, o ver a su padre estar detrás de la madre de ese mismo chiquillo apretando con fuerza el hombro de su esposa esperando las noticias. Ahí es donde nace esa pequeña parte en la que nunca quisiera haber sido doctor.
Es increíble saber como en un corto lapso el ser humano puede forjar una fuerte conexión con otras personas. Y yo —que me caracterizo bastante por tener un corazón tan blando— tengo esa amarga experiencia de haber conectado con una niña; una niña con un rostro y sonrisa angelical que me hacía ver el mundo de otra manera y que de alguna manera emanaba una gran energía positiva que hacía feliz hasta la enfermera más gruñona. Ella, de nombre Samantha, llegaba con una gran sonrisa al hospital y posteriormente a mi consultorio esperando a ser atendida por mí. Su madre siempre estaba al lado de ella y en su rostro se podía presenciar el gran dolor que vivía todos los días al ver a Sam en un gran deterioro. No tenía cabello debido a los fuertes tratamientos a los que era sometida para intentar acabar con la leucemia que la asediaba. Su piel era tan blanca que parecía brillar bajo cualquier tipo de luz y esos intensos ojos azules le daban un aspecto parecido al de un ángel. Pero, a pesar de que ella sabía que estaba enferma, siempre conservaba esa felicidad y no paraba de decirme que iba a estar bien solo para no seguir viendo a su madre llorar todas las noches en su habitación acompaña de su esposo. Lo único que podía hacer en ese momento, era darle esperanzas.
Tiempo después su estado de salud comenzó a empeorar hasta tal punto que ya no podíamos hacer nada. Estaba a punto de sufrir un colapso y falla total en todo su organismo que finalmente le apagaría su vida. Recuerdo muy bien que a Sam le daba bastante miedo a la hora de hacerle una tomografía, por lo que no me quedaba más remedio que hacer funcionar su imaginación. Siempre cuando teníamos que hacer un análisis de su cráneo para saber el estado de salud de su cerebro, le decía que imaginara que estar ahí dentro era como estar en una cápsula que volaba en el espacio exterior y que orbitaba muy cerca de su planeta favorito.
El día de ayer cuando su vida se estaba apagando y no le quedaban fuerzas para hablar; me pidió que por favor la llevara otra vez a la sala de tomografías para estar de nuevo dentro de ese aparato y morir con un bonito recuerdo. Fue allí cuando su madre y su padre rompieron a llorar cuando salió del TAC y me di cuenta de que ya se había ido. Lo único que hice fue girarme hacia ellos y negar levemente con la cabeza. Sam se había ido para siempre.
Solo han pasado al menos unas veinte horas más o menos desde que Sam falleció y yo me la he pasado todo el día encerrado en mi consultorio sin hablar con nadie. Estaba pensando en las múltiples formas en las que la tal vez la hubiera podido salvar, pero la verdad era que su enfermedad estaba demasiado avanzada como para darle un retroceso.
Justo en ese momento cuando estaba levantando por fin el teléfono para poder comunicarme con Thommy; escuché que alguien estaba llamando a la puerta de mi oficina. El golpeteo que se escuchaba me hizo saber de quién se trataba—y lo digo porque entre nosotros los colegas en el hospital, teníamos como una especie de código a la hora de llamar a la puerta—, era Zoe, una amiga que vivía fascinada con los niños y que, al igual que a mí, le dolía bastante que Sam se hubiera ido.
—Adelante… —pedí casi en un tono de voz audible para que Zoe me pudiera escuchar. Segundos más tarde, la chica cruzó el umbral de la puerta. Tenía como siempre su uniforme azul, sus crocs de color blanco y una enorme moña en la cabeza que le recogía todo el cabello rubio que, hasta donde sabía, le llegaba hasta la cintura. Entre sus manos sostenía una pequeña carpeta la cual me hizo llegar hasta mi escritorio una vez que llegó a mi altura. Tomó asiento con cuidado y me miró con algo de desaliento.
—Doctor Henderson… sé que está fuera de turno, pero necesito aprovechar que está dentro del hospital. —me comentó. Empujó un poco la carpeta con la intención de que yo la pudiera abrir. La miré un instante dudando de si abrirla. Me sentía abatido.