Aprender A Amar

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Aprender a Amar

Tenía diecisiete años cuando Rocío me dijo que sí. Durante años había imaginado ese momento: ser el novio perfecto, atento, romántico, el tipo de persona que aparece en las películas. Pero cuando finalmente tuve a alguien que me quería, descubrí algo aterrador sobre mí mismo: no era quien creía ser.

Las primeras semanas fueron una actuación. Cuando caminábamos por la calle, yo miraba hacia los costados, esperando que nadie de mi escuela nos viera juntos. Cuando ella me enviaba mensajes diciéndome cuánto me extrañaba, yo respondía con emojis vacíos mientras chateaba con otras chicas. Le decía "te quiero" con la misma facilidad con la que se miente sobre haber hecho la tarea.

Rocío cargaba su propia oscuridad. Había noches en las que me escribía llorando, después de otra pelea con su mamá. Me contaba sobre el miedo que sentía al pensar en el futuro, en cómo a veces se miraba al espejo y no reconocía a la persona que veía. "No sé si algún día voy a estar bien", me confesó una vez. Leí el mensaje y lo dejé en visto por tres horas. Cuando finalmente respondí, fue con un: "Tranqui, va a estar todo bien".

Ella intentó salvarme de mí mismo. Me regaló su tiempo, su paciencia, su capacidad infinita de perdonar. Pero no se puede cambiar a alguien que no quiere cambiar. Y en el proceso de intentarlo, Rocío se fue apagando un poco más cada día.

Lo peor de todo era que yo no sentía nada. Cuando la ignoraba por días porque "necesitaba espacio", no había culpa. Cuando hablaba mal de ella con mis amigos, no había remordimiento. Era como si esa parte de mí que debería sentir empatía estuviera rota, o tal vez nunca había existido.

Un martes de marzo, sentados en una plaza, le dije que terminábamos. Así nomás. Sin preparación, sin suavizar el golpe.

Rocío lloró. Me propuso ser amigos, intentar una relación abierta, cualquier cosa que nos permitiera seguir conectados. Pero dije que no a todo. Me levanté y me fui, dejándola ahí, con los ojos hinchados y las manos temblando.

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Los primeros meses fueron extrañamente normales. Salía con mis amigos, jugaba videojuegos hasta la madrugada, miraba perfiles de chicas en Instagram. Buscaba a alguien nueva, alguien que me hiciera sentir ese subidón de adrenalina que nunca sentí con Rocío. Pero nadie me parecía interesante. Todas me parecían aburridas, predecibles.

Fue en agosto cuando todo cambió.

Empecé a soñar con ella. No pesadillas dramáticas, sino escenas mundanas: los dos caminando por el parque, ella riéndose de algo que yo había dicho, su mano buscando la mía. Me despertaba confundido, agarraba el celular esperando encontrar un mensaje de ella. Pero la pantalla estaba vacía.

Durante el día, todo me recordaba a Rocío. La canción que sonaba en el colectivo era una que ella me había mostrado. La remera que usaba era la que tenía puesta el día que nos conocimos. Incluso el olor a lavanda del suavizante de mi mamá me traía su imagen.

El sentimiento creció como una enredadera venenosa enrollándose en mi pecho. Culpa. Arrepentimiento. La comprensión tardía de que había lastimado a la única persona que me había querido de verdad.

Yo nunca lloraba. Ni cuando me rompí el brazo a los doce, ni en el funeral de mi abuelo. Pero una noche, bajo el agua tibia de la ducha, me quebré. Las lágrimas se mezclaron con el agua, y me dejé caer contra la pared de azulejos, sollozando como un niño.

Empecé a escuchar "Stop Crying Your Heart Out" de Oasis en loop. La letra me dolía de una manera casi física. "Hold up, hold on, don't be scared, you'll never change what's been and gone." Me acostaba en la oscuridad de mi cuarto, con los auriculares puestos, y lloraba hasta quedarme dormido.

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Mi mamá notó el cambio. Me sugirió ir a terapia. Al principio me resistí, pero eventualmente acepté.

Las sesiones fueron un espejo implacable. El psicólogo no me juzgaba, pero tampoco me dejaba escapar de mis propias acciones. Me hizo ver cosas que había evitado durante meses: que había usado a Rocío para validar mi ego, que nunca la había visto como una persona completa con sus propios dolores y miedos, que había sido cruel de la forma más cobarde posible: con indiferencia.

"¿Por qué crees que actuaste así?", me preguntó el terapeuta un día.

Me quedé en silencio largo rato. Finalmente, susurré: "Porque yo tampoco me quería a mí mismo".

Fue como si algo se acomodara en mi interior. No podía amar a nadie más si no me amaba a mí mismo. Toda mi vida había buscado validación externa, y cuando finalmente la encontré en Rocío, la rechacé porque en el fondo sentía que no la merecía.

Los meses pasaron. Empecé a cambiar, lentamente. Me volví más consciente de mis acciones, más honesto conmigo mismo. Todavía pensaba en ella, pero ya no era solo dolor. También había gratitud por las lecciones que me había dejado.

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Fue una noche de diciembre cuando le escribí.

*"Hola. Sé que no tengo derecho a hablarte después de todo. Solo quería decirte algo."*

Ella tardó dos días en responder.

*"¿Qué querés, Tomás?"*

*"Hablar. Solo hablar. Por favor."*

Rocío dudó. Pero algo en ese mensaje le pareció diferente. Aceptó.

Hablamos por horas. Le conté sobre la terapia, sobre cómo me había dado cuenta de todo lo que había hecho mal, sobre las noches llorando en la ducha. No buscaba que ella me perdonara; solo necesitaba que supiera que me arrepentía de verdad.

"Fui un inmaduro", le dije. "Te lastimé y no sentía nada. Y eso es lo que más me duele ahora. No solo lo que te hice, sino lo que era yo en ese momento. Lo siento, Rocío. De verdad lo siento."

Ella lloró al otro lado de la pantalla. Le dolía recordar, pero también había algo liberador en esa conversación. Por fin escuchaba las palabras que había necesitado durante meses.

"Te perdono", escribió ella finalmente. "Pero no puedo volver a eso. No puedo arriesgarme de nuevo."




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