Alejandro se despertó antes que Abigail —todavía el sol no había salido— así que aprovechó y la observó dormir gracias a la luz de la luna que entraba por la ventana. Le encantaba lo relajada que se veía y la confianza con la que dormía abrazada a él, pensando que él nunca la dañaría.
Que equivocada estaba.
Él tenía en sus manos el poder para que lo odiase. Y se maldecía a sí mismo porque sabía que la podía dañar. Que sus engaños la podían alejar de él. De nada más pensarlo se sintió morir por dentro.
No podía perderla, era la mujer que amaba y con quien se veía formando una familia. Antes no había querido tener herederos y pensaba dejar que fuera su hermano quien diese los primogénitos necesarios para preservar el título. Sin embargo, ahora veía una familia constituida por los hijos que crearían con su amor. Ese que llegó de manera tan inesperada, pero que atesoraba con toda la fuerza de su ser.
Sabía que cabía la posibilidad de que ella ya estuviese embarazada. No había tomado ni una vez la precaución en evitarlo. No las necesitaba porque sabía que querría a ese hijo con todo su ser. Añoraba ver que su simiente formara una vida, una vida que vendría alegrarlos, porque aunque no había tocado ese tema con Abigail, sabía que ella lo querría con la misma intensidad que él.
Pero por más que decía que todo lo hacía por amor, su conciencia, una parte que estuvo mucho tiempo acallada por sus demonios, lo visitó y se instaló en él. Solo esperaba que cuando estuviese todo dicho y hecho, no fuese demasiado tarde.
La abrazó de nuevo y metió su cabeza en la curva de su cuello, esperando que sus fantasmas lo dejaran por lo que quedaba de noche.
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La mañana siguiente, Abigail se despertó junto con Alejandro, él le había hecho el amor de nuevo antes de salir a hacer sus cosas. Así que quedó exhausta y se volvió a dormir.
Cuando se levantó por fin, se sintió muy descansada. Desde que ya no tenía pesadillas, reposaba tranquilamente y recibía el nuevo día, feliz, calmada.
Todo el día se mantuvo entretenida con una novela de su autora favorita y a la hora del almuerzo se contentó en comer en su cuarto esperando que el día acabara rápido para ver de nuevo a su marido.
Le escribió una carta a Violet contándole de su cosas y esperando que le diese respuesta sobre la salud de su madre que estaba un poco deteriorada. Pronto descubrió que esa vida sin hacer nada no le parecía nada atractiva y que debía buscar algún modo de sentirse productiva.
Añoró la vida en Folkestone, por lo menos allí podía visitar a los arrendatarios y conversar con Anabel y demás empleados. Los de Londres eran buenas personas pero un poco más secas. En Manor se sentía en familia.
Durante el día empezaron a llegar poco más de media docena de tarjetas e invitaciones. Ella se extrañó mucho que la invitaran a las diferentes actividades sociales que se llevaban a cabo.
No deseaba ir a ninguna. Leyó nombres que estaban esa noche en el jardín de los Rushmore, personas que la vaupalearon cuando tuvieron la oportunidad. Por cosas como esas odiaba esa sociedad. Una sociedad manchada a la cual solo le interesaba el estatus y no mancillar el “buen nombre” que portasen.
Era la hora del té cuando Eloise entró a su salita. Avisándole que tenía la visita de Lady Blackwell, ella le dijo que la dejara pasar, aunque se estaba echando para atrás al minuto que la sirvienta salió, estaba asustada de lo que pudiese ocurrir.
Apenas su madrastra entró, el aire de la habitación cambió. Era un aura pesada que acompañaba a esa mujer con cada paso que daba. Inhaló y recordó todas las veces que Alec le decía que era una marquesa y que debía sentirse como tal. Nadie podía hacerla sentir inferior sin su consentimiento.
Se levantó de su asiento. —Buen día, Margaret. —dijo Abigail con voz sorprendentemente fuerte.
Su madrastra le dio una mirada de arriba-abajo. El desagrado se notaba en cada mueca. —Veo que las habladurías son ciertas, estás aquí en Londres, con tu marido. —Abigail quiso devolverle un “es evidente” pero en labras de la paz, no lo hizo.
—Sí, ¿Qué deseas? —la mujer la miró de arriba—abajo de manera despectiva, como muchas veces lo había hecho. ¿Cómo pudo pensar que esa mujer no era una mala persona?
—Conversar. ¿Sabes que soy muy amiga de la duquesa de Sutherland? —su respiración cambió pero aguantó el asalto de la mujer. Claro que sabía de quien hablaba, era la madre de su marido.