Aprendiendo a Olvidar

Capítulo XX

Volvieron a Abeforth Manor en un viaje tranquilo y cómodo luego de haber pasado dos semanas en Londres. Alejandro y Abigail habían hecho distintas actividades; pasearon por los jardines de Vauxhall, visitaron varias tiendas en la calle Bond, comieron chocolate hasta más no poder e hicieron el amor cada vez que quisieron.

Habían asistido a distintos bailes y veladas a los cuales invitaron. Después de su aparición en la ópera y la actitud tan segura demostrada por Abigail, los dejó boquiabiertos y no tardaron en llegarles las misivas en tandas.

Fueron a cada uno de los bailes y almuerzos a los que fueron invitados. En casi todos danzaron una pieza más de la que era de rigeur y le demostraron al mundo que era un matrimonio que se quería.

Luego de haber sido la ruina social para su familia, Abigail deslumbró a todo mundo con su elegancia innata y su forma de ser tan dulce. Las damas buscaban su conversación y alguno que otro caballero la sacaba a bailar.

Alejandro estaba orgulloso de ella, de lo que había conseguido. Era un esposo feliz al ver que ella brillaba cada día más.

La vida de casado le sentaba muy bien a Alejandro, estaban viviendo en una burbuja de amor que no quiso que se rompiese. Pero sabía que tenía en sus manos la aguja que podría reventarla. 

Al llegar por fin a casa, Alejandro se retiró a su despacho y Abigail se fue a su habitación pero no más entrar, se sorprendió mucho de no encontrar sus cosas en su cuarto. Ella no comprendía el porqué.

—Anabel. —Dijo a su ama de llaves cuando llegó a la cocina. — ¿Dónde están mis cosas? Entré a mi habitación y no están en mi armario.

La empleada sonrió en complicidad. —Su esposo antes de irse a Londres con usted, mandó a que movieran todo de su habitación a la suya.

Abby agradeció la información pero se extrañó por la decisión de su marido, por lo que se fue al despacho de Alejandro para comentarle.

Cuando lo vio sentado detrás del escritorio, sonrió, tenía una cara de concentración por el cálculo que estaba sacando, que era muy adorable. Trató de no hacer ruido, por lo que se acercó a tientas porque no sabía cómo iba a tomar la interrupción.

Ella se puso al lado de su asiento. Mientras él seguía viendo la cuenta como si fuera a comérselo vivo. Se veía tan tierno que Abigail se conmovió al verlo así.

—Alec... —ella puso su mano sobre la de él. — ¿Puedo hablar contigo?

Alejandro se giró al sentir el roce de la piel de Abby. —Amor, por supuesto. Eso ni siquiera se pregunta. —apretó fuerte su mano y la jaló de modo que ella quedara sentada en sus piernas .

Aún se sentía extraña con esa confianza con su marido. Sin embargo también se le gustaba estar así con él. Amaba cuando hacía cosas que la tomaban desprevenida.

— ¿De que querías hablar? —fijó toda su atención en ella mientras jugaba con un mechón de su cabello miel.

—De mis cosas. Dijeron que enviaste que lo colocaran todo en tu habitación. Y no sé por qué lo hiciste.

—Sip, si lo hice. —contestó muy sonriente. —Y lo hice porque no soportaba tenerte lejos.

Lo miró enternecida. —Pero ¿Por qué? Estamos a solo unos pasos de distancia.

—Porque quiero que estés conmigo, todas las noches. Porque el que duermas entre mis brazos es el placer más grande que he sentido en toda mi vida.

Sentía que iba a llorar de felicidad. Su esposo siempre tenía las palabras más hermosas para ella. —Eso no lo hacen siempre los esposos. Siempre duermen en espacios separados. —rebatió ella recordando a Lady Blackwell y su padre.

Él negó. —Sí, Pero los esposos que no se quieren. Y yo a ti te amo.

Abby aún no se acostumbraba a que él le dijera te amo. Pero era una sensación muy hermosa cada vez que lo oía. Cuando conversaban, cuando bailaban y cuando hacían el amor era la palabra que más le susurraba. Y ella se sentía inmensamente feliz cuando lo escuchaba. Estaba segura de que nunca se acostumbraría, pues todavía no podía creer su fortuna.

—Yo también te amo, Alec. —le dio un pequeño beso en los labios y se refugió en sus brazos mientras él trabajaba.

Seguía con la vista fija en la cuenta y lo sintió tensarse. Ella miró en el cuaderno de cuentas que estaba abierto frente a él. — ¿Qué pasa con el cálculo? ¿No te da?




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