Una mañana, Abigail se despertó por los besos de su marido, ella sonrió a su lado y lo besó devuelta. —Buenos días, Alec.—dio un bostezo nada delicado, estaba cansada. —¿Por qué me despertaste tan temprano? —dijo enfurruñada entre sus brazos.
Alejandro se rio por verla así, tan bonita. —Me insultas esposa mía, ¿no sabes qué día es hoy? —Abigail lo miraba sin comprender.
—No, ¿Por qué?
—Mi esposa no sabe que hoy cumplimos tres meses de casados. Qué triste. —Alejandro estaba haciendo un papel genuino de indignado, tanto que podría rivalizar con el de Sebastián.
—Alejandro, es cierto. —afirmó triste por no haberse acordado. —Pero es que es la primera vez que lo pasamos juntos, que por un momento se me olvidó.
—Yo lo entiendo, mi princesa. —él comenzó a dejar una hilera de besos entre su cuello hasta llegar a su pecho desnudo. Habían hecho el amor hasta bien entrada la noche y quedaron tan agotados que se durmieron así, piel con piel.
Tomó entre su boca uno de sus pechos, Abigail se combó y lo atrajo hasta ella. Acercándolo más para que le siguiera dando ese placer tan grande que solo él podía hacerla sentir.
Con una mano fue bajando por su ombligo, luego más y más abajo. Encontró ese punto oculto y lo acarició, la escuchó gimotear en su oído y las ganas de hacerla suya se incrementaban, pero no lo hacía porque deseaba que ella llegara antes al éxtasis.
Un dedo siguió al segundo, preparándola para su próxima intromisión. Hacer el amor con ella era una adición, una de la que no podía escapar. Porque no dejaba de desearla sino que se incrementaba cada día más.
—Alejandro. —dejó ella ir en un susurro haciéndole saber que había alcanzado su liberación y en ese mismo instante la penetró.
Su centro cálido lo envolvía como un guante, ese era su lugar favorito en el mundo. Estar con ella, de esa manera tan única, tan especial le hacía darle gracias a Dios. No la merecía pero no le importaba, la amaba como nunca creyó amar a nadie. Era su todo. Su cielo y su infierno en la tierra.
Se movió con frenesí, adentrándose desde distintos ángulos para tocar cada trozo de su ser, Abigail se abrazó a sus caderas con sus piernas y se sintió más profundo dentro de ella.
Prolongó bastante rato su liberación, quería poder verla. Guardar esa imagen en su memoria, por lo que se detuvo –muy en contra de sus ganas– pero lo hizo.
— ¿Alec? —inquirió ella, estaba tan cerca de llegar que le extrañó eso de su esposo. Nunca lo había hecho.
Pero él no le contestó. Solo se la quedó mirando fijamente y acarició con su mano su rostro. Delineó sus facciones. Su nariz pequeña y perfilada. Su boca seductora, sus cejas pobladas y de un tono más oscuro que el de su cabello. Deseaba pintarla en ese instante, cuando estaba a punto de llegar al cenit de la pasión. Con las mejillas ruborizadas y sus labios hinchados por sus besos.
—Te amo, mi Abby. —y salió de ella para embestir de nuevo y al final llegar ese lugar feliz.
Tiempo después, dejó su cuerpo con cuidado. Aún no lograba conferir palabra. La forma en que habían hecho el amor fue tan apasionada, tan diferente a sus otros encuentros que Alejandro sintió miedo. Porque nunca había sentido esa sensación de felicidad y a la vez de melancolía.
Ella se acurrucó de nuevo contra él. Pero Alejandro tomó su rostro y lo subió para darle un suave beso en los labios. —Eres tan bonita.
—Te amo, Alejandro. Feliz día, amor.
Sonrió. —Feliz día, mi ángel. —se levantó de la cama. —Vamos, es hora de mostrarte mi sospresa.
— ¿Ahora? Tengo sueño. —soltó una carcajada al escucharla. Era muy dormilona.
—Ahora, luego podemos venir y quedarnos todo el día aquí.
— ¿Lo prometes? —dijo ilusionada.
—Lo prometo
Cuando terminaron de vestirse, él le tomó de la mano y le pidió que cerrara sus ojos. — ¿Por qué, Alec?
—Para que no arruines la sorpresa. —ella hizo caso y cerró sus ojos a regañadientes porque quería ver hacia donde la llevaba.
Comenzaron a caminar y Abigail no sabía hacia donde se dirigían, era largo el recorrido pero en la misma casa. No habían salido de allí. Cuando se detuvieron, él le habló en el oído. —Abre tus ojos. —ella lo hizo, pero al mirar, los mismos se le llenaron de lágrimas de felicidad.