Aprendiendo a Sentir

Capítulo 1.

Iris


Corre Iris, corre. Esas son las tres palabras que más me repito en la mente todos los días. Inexplicablemente siempre voy tarde a todos lados, como ahora que voy tarde para el trabajo. ¡Demonios! Me detengo en el cruce de la calle, estoy a una avenida de poder entrar al maldito metro. Solo espero que no me toque un tren lento. ¡Cambia maldito semáforo! Bueno en lo que el maldito semáforo se decide a cambiar creo que me presentare con ustedes. 
Soy Iris Azeneth Sandoval López. Vivo en el olvidado Estado de México, estudio la licenciatura en enfermería en una de las más prestigiosas universidades del país, la ESEO del IPN, y además trabajo en una de las instituciones de salud pública más grande que pueda existir en el país.
— ¡Por fin! —me exclamo en voz alta cuando por fin se pone el muñequito caminando blanco y los 60 segundos en retroceso que tenemos para atravesar la peligrosa y siempre concurrida Calzada México-Tacuba, cuando la gente camina como siempre con su lentitud. ¡¿Qué parte de un minuto no entienden?! Así que como siempre voy rebasándolos y chocando mi enorme bolso verde con algunas personas que me miran mal, pero oigan tengo prisa. Llego a la otra acera cuando aún quedan 25 segundos para que cambie el semáforo, me dirijo hacia la entrada subterránea del metro y bajo las escaleras corriendo y de nuevo esquivando gente o golpeándolos en el proceso, busco mi cartera en mi enorme bolso y tras rebuscar un poco mientras sigo bajando escaleras a una velocidad que si me viera mi padre me regañaría muy fuerte, cuando llegó al último escalón abro la cartera y saco mi tarjeta para entrar al metro. ¿La recargue ayer? ¡Creo que sí! Así que me dirijo a los torniquetes de gris metálico para entrar, y al pasar mi tarjeta. ¡Saldo insuficiente! ¡Maldito karma!
— ¡Maldita sea! —grito y varias personas me miran mal, en especial un par de viejecitas que pasan en el torniquete de a un lado. Miro hacia la taquilla y ¡Madre mía! — ¿Es enserio?
La fila para recargar y comprar boletos es larguísima, pero qué esperaba, hoy nada me sale bien. Así que resignándome a que llegaré tarde al trabajo camino hacia la eterna fila en la taquilla y me formo detrás de un chico gótico como de quince años que usa más delineador que yo.
—Hola. —lo saludo y el se encoge de hombros y pone sus audífonos sobre sus orejas. Como si no fuera ya poco educado, sube tanto el volumen a su celular que puedo escuchar la música llena de gritos hasta donde estoy parada. Miro mi reloj de pulsera de plástico verde y puedo ver que faltan diez minutos para que empiece mi turno. ¡Me van a regañar de nuevo!

Veinte minutos más tarde soy la primera en la fila y una malhumorada y hostil mujer con bigote recarga el saldo a mi tarjeta del metro y soy libre de continuar mi camino. Me dirijo a los torniquetes de nuevo y ahora sí, me dejan pasar, me interno en la estación y corro para alcanzar el tren que esta llegando en este momento a la estación.
—Espera el siguiente, muchacha. —me dice un hombre al ver que intento meterme en un ya muy lleno vagón.
—Sí entro. —le respondo mientras intento empujar solo un poco más a la gente ya apretada en el vagón.
—Niña, no vas a entrar en ese vagón. —me vuelve a repetir el señor, otros se ríen de mis intentos por colarme en el vagón.
—Sí puedo. —finalmente una mujer como de la edad de mi padre, se acerca a mí y me jala lejos del vagón.
—No cabes ya. —me dice la mujer regordeta en traje sastre de color marino. Yo doy un largo suspiro y me uno a ella en el montón de gente esperando el siguiente tren. ¡Hoy me odia Dios!
Treinta y cinco minutos después estoy llegando a la jefatura de enfermería del hospital donde trabajo, ya con ver la cara de perro embravecido de mi jefa, sé que va regañarme de nuevo.
—Otra vez tarde, Iris. —me dice con toda calma y tranquilidad.
—Lo siento, no podía entrar al metro. —me disculpo y ella asiente, mientras revisa su libreta de asignación del personal.
— ¿Qué vamos a hacer contigo? —me mira y yo me encojo en mi lugar. —Eres muy buena en tu trabajo, los pacientes te adoran y solo tienen felicitaciones para ti. Pero tu gran problema... 
—Siempre llego tarde. —completo la frase por ella.
— ¡Exactamente! —da un suspiro y estira su mano, yo le alcanzo la hoja que me dará el permiso de integrarme tarde a laborar, la firma y estira su mano para devolvérmela. —Pero estarás castigada. Un mes completo en el quirófano.


¡Quirófano no! No es que odie el servicio, es que odio sentirme encerrada y eso es justamente lo que pasa en el quirófano, traje quirúrgico, botas quirúrgicas, gorro que deja mi cabello lleno de estática y sin poder salir hasta que es la hora de salida.
—Como usted me diga jefa Mari. —le respondo y tomo la hoja de su mano.
—Bien, entonces al quirófano. Me doy la vuelta y salgo de la oficina y me dirijo al piso superior para pedir el traje quirúrgico esterilizado de color azul descolorido que me queda extremadamente grande.
—Hola Tere. —le digo a la mujer mayor encargada de dar los trajes.
— ¿Otra vez castigada, niña? —me pregunta la mujer, mientras me estira la mano para pedirme mi identificación y registrarla en su libreta, me quito el gafete y se lo entrego.
—Así es Tere, otra vez castigada.
— ¡Ay, niña! —me devuelve mi gafete y me entrega el uniforme, un par de botas hechas rollito y un gorro también hecho rollito.
—Gracias Tere, te veo mañana. —me despido de la mujer y doy la vuelta para ir hacia los vestidores y cambiarme.


Me cambio mi uniforme blanco y me pongo el esterilizado, quito mi cofia blanca y me pongo el odioso gorro, que me marca el resorte en la frente, me siento sobre el escalón para entrar y me pongo las botas de tela quirúrgica sobre mis zapatos blancos y entro al quirófano.
Me dirijo hasta los escritorios asignados para enfermería para ver quién será mi jefe o jefa aquí, dejo mi enorme bolso verde en uno de los cajones, mientras sigo batallando con el desgraciado gorro y su resorte que me incomoda en la frente.




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