Los hombres en esa época eran crueles, sádicos e insensibles, pero ¿de qué otra forma se puede ser si la filosofía de vida que gobernaba en aquel entonces era la de “sobrevive el más fuerte”? El respeto en ese pueblo era casi inexistente, la gente a cada instante se mostraba indiferente al dolor y a las súplicas de sus iguales. Todo parecía tan detestable que llegaba a ser por completo enfermizo.
Gersel tenía treinta y dos años, adoraba a su esposa y aún más a su hija. Ejercía gustoso un trabajo honesto y solo quería que su vida fuese tranquila y acogedora. Deseaba poder salir a las calles y disfrutar de un atardecer sin enterarse de ningún robo, violación o asesinato ocurridos en su pueblo. Sin embargo, como capricho del destino, de entre tantos deseos que este hombre tenía, justo era ese el que menos se le podía conceder.
Esa mañana que parecía ser una mañana común, Isi, como él le decía de cariño a su hija, salió de casa para divertirse unos minutos con los hijos de los vecinos. Gersel trabajaría hasta tarde en la herrería, los gastos de la enfermedad de Claudia, su esposa, estaban superando la economía de la familia y de ninguna manera podía arriesgarla en su recuperación que tanto tardaba en llegar; debía conseguir más dinero aunque eso significara entregarse de lleno al trabajo. Claudia se cuidaba convaleciente de una fuerte gripe que se le complicó por desatención, situación que la recluía casi todo el tiempo en cama reposando de sus malestares.
Esa tarde de vuelta a casa las malas noticias y los desafortunados encuentros no se hicieron esperar. A pesar de eso, Gersel se mantuvo sereno y confiado de que, al llegar, aquellos pensamientos se borrarían pronto con el beso sincero que le daría a su amada, calmaría sus nervios contándole a Isi una historia llena de fantasía para que pudiese dormir y al aparecer la noche observaría las estrellas para convencerse de que algún día las cosas mejorarían.
Mientras daba cada paso una sensación desconocida invadió sus sentidos y lo supo de inmediato: algo no iba bien. La inquietud y el sonoro golpe de su pecho lograron que acelerara la marcha y en menos de diez minutos ya se encontraba frente al pórtico. Tocó con una leve, pero oculta desesperación sobre la puerta que nadie atendió y en silencio transcurrieron dos minutos eternos, hasta que su paciencia se agotó y llamó de nuevo; esta vez con una voz frenética gritando el nombre de su esposa y el de su hija, pero seguían sin dar respuesta alguna. Fue entonces cuando a Gersel no le quedó otra opción que forzar la cerradura y entrar en su propia casa como un ladrón. Su corazón seguía latiendo con frenesí y su mente voló de inmediato hacia Claudia.
—¡Quizá su enfermedad empeoró! —se dijo en voz baja intentando no creerlo.
Corrió como un loco hasta su alcoba y al verla recostada y pálida temió lo peor. Con el sentimiento a punto de estallar de miedo se acercó con lentitud a la base de la cama y fue resbalando su mano sobre la sábana que cubría el cuerpo inmóvil de su mujer. Las yemas de sus dedos titubearon por un instante para luego apresurarse a tocar la frente de la enferma. ¡Estaba viva! Gersel casi cae desmayado al saberlo, pero su pecho no paraba de avisarle que algo no estaba bien. Entonces, como un torbellino invisible, supo que no era Claudia por la que su corazón temía. ¡Isi no estaba en casa! Su risa no se escuchaba resonar por ninguna parte.
Salió desesperado a las calles, la negrura de esa noche caía como cientos de fantasmas y él tenía que encontrarla antes de que la luna y las estrellas cubrieran todo el firmamento.
Gersel no lo quería entender, su pequeña no podía estar tan lejos, no acostumbraba irse más allá del pórtico, ni siquiera tenía una idea de a dónde la buscaría. Con locura tocó puertas, preguntó por doquier, gritó su nombre mientras corría, pero Isi no apareció esa noche… ni la siguiente.
Dos días horrendos transcurrieron sin ninguna noticia de la pequeña hasta que, luego de horas eternas de espera, un tímido golpeteo a la madera de su puerta sobresaltó al temeroso hombre.
«¡Isi regresó! Mi niña ha vuelto», pensó positivo al levantarse de la silla donde la esperaba desde hacía ya dos lunas. Caminó deprisa para atenderla y ver de nuevo su angelical rostro, pero pronto descubrió que no era Isi quien llamaba. Se trataba de un mensajero que llevaba consigo la noticia de que su hija había sido encontrada.
El hombre murió de dolor al saberlo. Isi fue hallada muerta tirada en un basurero putrefacto. ¡Sí!, una niña tan inocente había sido maltratada, asesinada y desechada como un despojo sin un ápice de piedad. El mundo que poco a poco se venía abajo, terminó de caerse para la infeliz pareja; se derrumbó encima de ellos sin avisar, sin prevenirlos. Después de eso no les quedó más que solo esperar a que llegase la muerte porque creían que ya no tenían más por quien vivir.
La mujer, destrozada y hundida en una profunda depresión, comenzaba a perderse en la locura día a día. Gersel en cambio era fuerte a pesar del sufrimiento; tenía que serlo por ella, por la valiosa memoria de quien en vida fue su amada hija.
Una fría mañana, cansado de ser valiente, se dirigió para dejarse caer en la habitación de Isi, la cual seguía intacta desde que ella se marchó, y tomó entre sus manos las pertenencias de la niña. Así, lloró de nuevo en la soledad por los recuerdos. Abrazó la bolsa de sus últimas prendas con rabia y sollozó inconsolable durante largo rato. Y es que solo de aquella forma obtenía fuerzas para dárselas a su débil esposa, solo así podía sobrevivir… De pronto, mientras se disponía a marcharse luego de dejar salir el dolor, algo tintineó en el piso y se silenció enseguida. Con rapidez, el hombre se encaminó para encontrar el origen del sonido y descubrió en el suelo el diminuto anillo de plata que presumía en su centro una brillante y hermosa piedra color púrpura. Ese era el anillo que él le había obsequiado en su cumpleaños número cinco hacía ya casi tres meses; ese anillo que en aquel instante le partió el corazón. Gersel lo observó con tristeza y lo tomó entre sus dedos para acariciarlo. Era un recuerdo valioso de su pequeña, un simple objeto que en segundos se transformó en un tesoro para el hombre. Fue entonces cuando sucedió algo inesperado. Al contemplar el flamante brillo de la gran piedra engarzada tuvo una visión fulminante, y en ese preciso instante supo lo que tenía que hacer.
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Editado: 27.05.2024