Aprendiz

Luna

—¡Es perfecta! —expresó ruborizada al observar la nueva habitación que su inesperado amigo había conseguido para ella.

—Entonces… ¿te gusta? —le preguntó el joven quien se notaba satisfecho.

—No tengo palabras para agradecerte, eres una gran persona... —Se quedó pensativa unos instantes para luego volverse hacia él, pareciendo abrumada—. Pero me quedan algunas dudas y quisiera que me ayudaras a resolverlas. —Vió a Alí asentir de inmediato—. ¿Quién es el dueño de esta casa? Y, ¿por qué voy a quedarme aquí?

Él soltó una pequeña risita y respondió mientras contemplaba una pintura de la pared con esa presencia tan apacible.

—No hay un dueño, ya te he dicho que las cosas son distintas en este lugar y creo que es algo que debes tener presente. Construimos cada casa entre todos y vivimos en ellas sin tener un dueño único. Siéntete libre de recorrer y usar los espacios que no sean habitaciones en uso. Ah, y me han autorizado que te diga que puedes pedir con los vendedores lo que sea que necesites, las cuentas llegarán a mi administración.

—¡Cuánta amabilidad! —dijo un tanto sarcástica—. ¿Puedo saber el nombre de mi benefactor? Tú sabes, es… para agradecerle.

Él levantó ambas cejas y sus labios se curvearon hacia arriba.

—Por eso no debes preocuparte.

—Entiendo —aceptó sin tener ganas de hacerlo—. Y sobre este lugar, ¿tiene un nombre?

—No lo tiene —negó con la cabeza—. Es algo que no se tomaron la atención de buscar y nos hemos mantenido así.

—Eso sí que es extraño —refunfuñó confundida—. ¿Puedo saber cuántas personas viven aquí? —Los misterios de ese poblado estaban aflorando poco a poco y cada vez se volvía más enigmático.

—Las suficientes, ya lo verás —evadió—. Mientras tanto esto es ahora tuyo, así que ponte cómoda. Hay ropa limpia en los cajones. Quizá quieras asearte así que me voy para continuar con mis tareas —avisó, luego se despidió con cortesía besando su mano y se fue, cerrando con lentitud la puerta.

 

Regina salió de la tina de baño después de poder permanecer en ella casi una hora para quitarse toda la suciedad de más de una semana de encierro y limitaciones. Mientras el agua le recorría el cuerpo se encontró pensativa. Se preguntaba cómo su vida había cambiado de manera inesperada y ahora no sabía qué rumbo tomaría. Y es que todo aquello no era lo que más deseaba en la vida, pero tampoco le sonaba tan descabellada la idea de dejar Orión y así quitarse las cadenas que allá cargaba; cadenas que se volvían insoportables con cada amanecer. Estaba convencida de que en Isadora ya la creían muerta y tal vez hasta tenían una tumba con su nombre. Dejar que siguieran creyendo eso no le desagradaba del todo.

Al salir por fin del agua se dispuso a desechar su vestimenta que quedó inservible porque la llevó puesta por varios días, pero pronto descubrió que en los cajones no había prendas parecidas a las que ella estaba acostumbrada a usar. En su trabajo tenía que poder ser ágil y esas telas no prometían ni libertad ni comodidad.

—¿Qué es esto? —se preguntó, arrojando al suelo pieza por pieza en busca de algo que fuese similar a sus acostumbrados pantalones de piel café y su blusa de algún color oscuro, con su respectivo cinturón de cuero donde colgaba su espada con la que ya no contaba, pero lo único que lograba encontrar estaba estampado en colores claros, chillantes y con tejidos de rosas o flores azules y amarillas.

Su búsqueda continuó pero, tan pronto como terminó de revisar todos los muebles, cayó en la cuenta de que no encontraría algo como lo que ella vestía. Decidió entonces que era hora de ser irracional y marchó irritada, envuelta en una larga sábana que antes cubría la cama. Se sentía convencida de que aquello se trataba de una broma muy desagradable y tenía que hacer algo al respecto, aunque no sabía bien qué era lo que buscaba. Fue de cuarto en cuarto, azotando las puertas sin prevenir a quién encontraría, lo único que deseaba era toparse con alguien a quien pudiese gritarle y liberarse de la rabia absurda que la invadía. Cansada, abrió una puerta más con un solo empujón luego de lo que pareció ser una decena de ellas y halló detrás a la única persona con quien no quería tropezar.

—¡Ay no! —exclamó al ver a Alí allí, cayendo en la cuenta de su absurda reacción—. Disculpa, lo que pasa es que yo… —quiso justificarse, avergonzada.

Él, al observarla, se puso de pie enseguida luciendo una expresión de alarma.

—¿Qué sucede? ¿Por qué vienes así? —indagó mientras se acercaba a ella con los brazos extendidos—. ¿Te ha ocurrido algo?

El joven tenía todavía en las manos un grueso libro que ojeaba antes de que fuera interrumpido con la extraña entrada.

—Lo que pa… —dudó un instante, pero tenía que decirlo y debía hacerlo lo más delicado posible—. Mira, Alí, no quiero ser grosera contigo, pero es que la ropa… no es… ¿Entiendes? —musitó lo último, siendo incapaz de verlo a los ojos.

El joven hizo un gesto en señal de entendimiento.

—Comprendo. Fue lo único que encontramos para ti. Las mujeres de aquí visten de esa manera, pero veré qué puedo hacer para que te sientas cómoda. Por ahora será mejor que vayas a tu habitación, te enfermarás si permaneces así. En un momento envío algo apropiado. —Su voz sonó tan cálida que la tranquilizó en menos de un minuto. Él tenía el extraño poder de hacerla calmar y eso la asustaba.




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