Aprendiz

Promesa

Caminaron de vuelta a Isadora. Luna iba delante y evitó voltear a ver a León para no derrumbarse. A mitad del trayecto, Dante les indicó que tomaran una ruta alterna y de reojo lo contempló al dividirse, parecía una marioneta ausente de vida y ni siquiera le dedicó una mirada.

Llegaron pronto a la gran puerta y esta se abrió para recibirla. El aroma de ese pueblo le reafirmó que no se trataba de un sueño. Amelia se encargó de llevarla hasta su casa; la misma que Luna no extrañó pisar. Usaron un camino distinto al acostumbrado porque no querían que la vieran todavía.

—Quítate eso que traes puesto. Voy a pedir que preparen agua caliente. Necesitas relajarte. Debiste pasar muchos infortunios —dijo su madre con un cariño inusual cuando cruzaron la entrada. Ella no era de las que hablaban bonito.

Uno de los vigilantes más cordiales que no asistió a su encuentro las acompañó.

—Se le extrañó demasiado —le comentó a Luna antes de partir—. No sabe cuánta falta hizo en Orión. Daniel se va a dar de azotes cuando vuelva, estaba a punto de ser el nuevo al mando. Pero ya está aquí y pondrá orden.

—¿Voy a volver? —preguntó casi enmudecida a su madre cuando el vigilante se marchó—. ¿No se supone que merezco ser juzgada? Cometí errores imperdonables. Falté al código…

—Claro que vas a volver, nadie va a castigarte, recuerda que eres mi hija. —Amelia, aunque ya parecía una madre y esposa devota, en su tiempo de juventud fue la mano derecha de Dante y juntos infundían respeto, incluso se podría decir que provocaban miedo por lo firmes que eran a la hora de cumplir la ley.

La mujer se despidió como si su hija mayor no hubiera sido declarada fallecida luego de meses de estar desaparecida y sin esperanza de un regreso. Pasado un tiempo se difundió que fue asesinada a manos de seres impíos; monstruos que la usaron a su placer antes de terminar con su vida.

Sin decirle más, salió de la recámara, abandonándola con su tristeza y decepción.

La que una vez fue Luna comenzó a desmoronarse a pedazos, cambiando de piel para convertirse otra vez en Regina, una Regina que jamás volvería a ser la misma; no después de haber dejado su felicidad en otro lugar.

Obedeció a su madre sin un ápice de ánimo. Las voces de Dante y Amelia causaban en ella una influencia brutal, en especial la de Dante, quien pese a todo la seguía dominando sin parpadear.

Luego de ducharse y cambiarse la ropa que pertenecía a ese pueblo sin nombre del que era parte hasta hacía unas horas, se recostó sobre la cama para intentar olvidar por unos minutos. Quería caerse sobre su propio dolor y llorar a su placer para expulsar todo el rencor que la oprimía, pero una vez más aquellas ansias se quedaron solo en sollozos que no cubrían lo suficiente la herida que los secretos de su amado provocaron. El tiempo pasó y ella se mantuvo sobre la cama con el rostro oculto entre las sábanas, hasta que la puerta se abrió de un golpe.

—¡Estás aquí! —se escuchó decir en un grito y Camila se le abalanzó para abrazarla. Unas cuantas lágrimas brotaron de sus expresivos ojos claros—. ¡Volviste! No puedo creerlo, pensamos tantas cosas espantosas… ¡Hermana, no creí que te vería de nuevo! ¡Te extrañé tanto!

—Sí…, estoy aquí, otra vez —su voz sonó apagada. Ni el gusto de reencontrarse con Camila pudo darle un poco de optimismo. Verla portar el distintivo de Orión causó que su corazón latiera más rápido porque pronto ella también se lo volvería a poner.

—¿Te hicieron daño esos infelices? —preguntó tocándole la espalda al verla tan frágil.

—Más que eso. —Regina se lanzó otra vez sobre la cama y Camila posó una mano sobre su cabeza.

—Si yo hubiera sabido que seguías viva… Fui una crédula —susurró, recriminándose—. ¡Oh!, hermana mía, cuéntame qué te ocurrió, pareces muy afectada. Te hace falta desahogarte y sabes que puedes confiar en mí.

—¿Cuál fue la versión oficial de mi desaparición? —preguntó ignorando su petición. Necesitaba saber cómo fue que decidieron salir a investigar.

Su hermana vaciló, se removió un poco y giró su vista hacia otro lado, pero una mano sobre su brazo la hizo volver a observarla.

—No estoy segura de que sea pertinente hablar de eso ahora…

—¡Debes decirme cada detalle! ¡Hazlo ya! —le ordenó y se sentó a su lado, poniendo toda la atención a sus palabras.

—¿Por dónde empiezo? —se preguntó, haciendo memoria de ese día—. Pues bien. Recuerdo que supe que los vigilantes volvieron y uno de ellos, no sé quién, fue a informar al alcayde sobre un terrible incidente. Según contaron, salían a dar unas rondas por el perímetro y sufrieron un ataque por los… —Tragó un poco de saliva— por los salvajes. Te llevaron como pago por dejarlos ir. Dijeron que fuiste muy valiente y te sacrificaste por la vida de los veintidós hombres. El alcayde ordenó de inmediato que fuera nuestro padre quien ocupara tu puesto y rogó que calmara las aguas porque la gente comenzó a atemorizarse.

—Era de esperarse que lo eligiera. Seguro buscaron mi reemplazo de inmediato —sonrió con pesar.

—¡No!, no fue así. Nuestro padre no creyó en lo que decían y pidió que se le autorizara hacer interrogatorios individuales. Cada vigilante contó casi lo mismo, pero él encontró pequeñas diferencias que lo llevaron a pedir permiso para usar un método menos…, digamos, amistoso.




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