Aprendiz de Marionetas Humanas

Capítulo 1

En los arrabales de una ciudad sin nombre, donde el aire se pega a los pulmones con vientos desesperanzados, una niña de cabellos oscuros y enredados, de ojos grandes y verdosos, habitaba un hogar de penumbra y hostilidad. Su nombre era Aurora. Tenía unos nueves años y ya conocía las agresiones de la vida, de la cual era indigna. Ella, la mayoría del tiempo, llevaba consigo el rastro de la desidia debido a unos padres no tan cuerdos. Ya le era costumbre vestir unos rasguños y moretones que adornaban su piel, pálida y frágil.

La casa era un armazón de madera vieja que crujía bajo sus diminutos pies. Cubierta de telarañas y vidrios rotos que la hacía húmeda y algo, fría. La normalidad de habitar en un silencio opresivo para no irritar a las personas más importantes en la vida, obedeciendo sus designios sin cuestionar.

Una tarde, mientras la luz amarillenta de un sol moribundo descendía a dar paso a la luna, Aurora se encontraba caminando en el abandonado y vasto jardín detrás de su casa. Un amplio terreno que mostraba la abundante maleza que, por su diminuto ser, no podía mantener limpio. Allí, de manera inesperada, se encontró un pájaro inerte. Sus alas parecían curvadas, el pico abierto con algún líquido viscoso que se colaba por él. Lentamente, se acercó apartando los ramilletes que medio lo cubrían a la vez que su corazón se llenaba de una tristeza profunda e inexplicable.

“¿Qué te pasó?”, le preguntó casi al borde de las lágrimas. Esperaba una respuesta, pero aquella ya se encontraba muda y tiesa.

Llevó sus pequeñas manos debajo del ave, manos no tan delicadas y repletas de mugre. Lo alzó, atrayéndolo a sí misma. Ciertamente, en ese instante, comprobaba su fallecimiento. Entonces, sin detenerse, comenzó a llorar. Lloraba como si hubiesen compartido años juntas, aunque no se conocían ni siquiera a la distancia. Más, su corazón, le dolía. Pensaba si, por casualidad, había alguien que lo extrañase ahora que estaba muerto. Seguía llorando, no podía detenerse. De pronto, cuando ya se azulaba el cielo, entre las lágrimas y el pesar, empezó a exclamar palabras entre en versos que se alzaban a él. Así, el pájaro, retorciéndose, comenzó a moverse, lento y antinatural sobre sus manos.

De golpe, se agitaba espasmódicamente, lo que le impresionó haciéndola embozar una sonrisa. No se hallaba asustada, más bien era un sentimiento de calma y descanso. De alguna manera, ese cuerpo alado se incorporaba sobre las manos de la niña. Se tambaleaba por la inestabilidad de estas; no obstante, Aurora lo ayudaba a acomodarse. Ella lo observaba embelesada mientras su rapada cabeza retornaba a su lugar, erguida, y el pico dejaba de espumar. Por fin, abrió sus ojos, dejando ver las rojas pupilas que se enfocaban en la niña. Su negro plumaje se abría y cerraba, indicando que aquel cuerpo ya no era tieso.

“¿Eres mi ama?”, preguntó con un tono de voz neutral, Aurora se asombró por cómo le hablaba de que casi lo hace caer. “¿Cómo te llamas?”

“¿Ama? ¿Qué es eso?”, respondió la niña, confundida, después de estabilizarse. Ella notó que el ave no hablaba directamente con su pico dorado y curvado.Él estaba silencioso, mirando penetrante directamente a los ojos de Aurora. “Me llamo Aurora, ¿Cómo te llamas? ¿eres un animal que habla? ¿Un animal mágico?”.

La emoción se le notaba a la niña con cada palabra que no percibió la cercanía con el ave.

“Mi ama, no tengo nombre… Y solo puedo hablar con usted…”

“¿En serio? ¿Por qué no tienes nombre? ¿No te gusta hablar con más nadie?”

Silencio… El ave guardó silencio.

“¡Ah,ya sé!”.

Aurora con el ave en mano, corrió a prisa hacia su casa. Abrió la puerta trasera ingresando a ella. En la cocina, se encontraba su madre lavando los platos. Elena, una mujer esbelta, robusta y con carácter, ejercía su labor con el rostro encarado.

“¡Mami…! ¡Papi…! ¡Miren! ¡Miren lo que hice!” exclamó Aurora, acercándose a prisa, emocionada. Ella sostenía el pájaro que, con un movimiento espasmódico, miró a Elena.

“¿Qué demonios es eso, Aurora?, gritó, espantada y con asco. Retrocedió sin soltar de su mano, el plato que lavaba. “¡Suelta esa bestia! ¡Es un zamuro! ¡Qué asco!”.

“¿Zamuro?”, indagó Ricardo quien se asomaba, temeroso, a la entrada de la cocina.

Ricardo, el padre, un hombre de complexión delgada, aunque barrigón, poseía un rostro surcado por líneas de preocupación y el cansancio debido a su alcoholismo. Levantó la cabeza, notó que aquella ave era inmensa y tenebrosa. Ella, con su agilidad peculiar, había girado su cabeza para verlo ahora a él. Ricado se llenó de horror. Su semblante cambió de curiosidad a un hombre apocado y temeroso.

“¡Qué asco, Aurora! ¿Cómo puedes traer eso a casa?”, gritó, cubriéndose los labios.

Ricardo no podía dejar de observar el avo. Sentía que ella estaba esperando un movimiento para atacar. De repente, sus ojos se enfocaron en algo que se movía debajo de una de sus alas. Un gusano, enorme gusano emanaba su cabeza abriéndose paso entre el plumaje.

“Pero papá, está bien, es pequeño y lindo…”

“¿Pequeño? ¿Lindo?”, refutó su madre, girando a un lado su cabeza, para no vomitar.

“Estaba muerto y ahora está vivo”, sonrió con tanta alegría que la felicidad se escapaba de sí. “Y hablamos, mami… Habla con él…”

Aurora alzó al ave colocándolo justo enfrente de Elena. Esto generó una gran ira en su madre que, sin cambiar el rostro, lanzó el plato en el lavavajillas, el cual terminó quebrándose. Seguidamente, se abalanzó sobre la indefensa que, viendo la cercanía y expresión en el rostro de Elena, esfumó su alegría y el miedo apareció, no solo en su mirada sino en todo su cuerpo.

El ave voló antes que Elena arremetiera contra la infanta, se alzó sobre su cabeza, acto que Elena no le importó. Todo de ella ya había perdido cordura, solo se enfocaba en su víctima y era lo único que importaba. En cambio, el ave se escapaba al salón, desorientada, buscando una salida. Ricardo viendo cómo se aproximaba a él y debido al miedo, cayó al suelo.




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