Aprendiz de Marionetas Humanas

Capítulo 2

Dos días más tarde, Aurora regresaba, después de una gran búsqueda, a lo que ahora consideraba su hogar. Una precaria morada de cartón construida bajo un puente de un río seco. No poseía ventanas, solo una pequeña puerta, lo suficientemente alta para que ella pudiera deslizarse hacia dentro. Su exterior, de un amarillo descolorido y deteriorado, estaba cubierto por una caótica mezcla de trapos viejos y sucios, de formas y colores dispares, que servían como su peculiar y desoladora decoración.

Ingresó en ese hogar, llevando consigo a su zamuro, el cual nombró Ross, y dos ratas que había reanimado el día anterior. Al despertar, descubrió que no tenían nombre por lo que ella decidió llamarlas Paca y Lalo.

Ese día, en su búsqueda de amigos, encontró a un gatito de colores acromáticos. El animal había sido asesinado por unos niños inconscientes y consentidos por sus padres. En sus pequeñas manos, nuevamente se hallaba ese cuerpo torturado. Con el corazón apesadumbrado, los ojos caídos y una rabia que no sabía de dónde provenía, terminó de cerrar la cortina que hacía de puerta. Aurora se apresuró a ir a un lado de la casa, colocó el cuerpo del felino en una mesa pequeña e inclinada y secó las lágrimas que se deslizaban por su rostro enrojecido.

“¿Por qué tan pronto?”, empezó a vociferar. “¿Por qué con tanta crueldad? Ya no se escuchará tu maullar o tal vez sí, pero no un maullar, sino un cantar… cantarás para mí, para el cielo, para la vida…”

El felino, despertó de manera antinatural y espasmódica. Abrió sus ojos, mirándola fijamente.

“¿Mi ama…?”, preguntó.

“Bienvenido…”, dijo sonriéndole con calidez y ternura. “¿Te sientes bien? ¿Tienes nombre?”

El minino la miraba en silencio como si estuviera apreciando a una persona llena de divinidad. El felino, acercándose, cubría su cuerpo con el aroma de la niña, son suaves roces que lo llenaban de felicidad. Aurora sonreía.

“No, mi ama. No tengo nombre”.

“¡Qué bueno, porque ahora yo te daré uno!”

Aurora sentía cómo crecía la emoción de tener más amigos, una sensación tan intensa que la llevó a preguntarse si ellos podrían ser su familia. No una como las que observaba en sus recorridos —donde madres gentiles mimaban a sus hijos a pesar de que estos maltrataban plantas y animales—, sino una familia que realmente se amarán.

Anhelaba que sus padres la vieran, la amarán, que comprendieran su don de dar vida a los que ya habían partido. ¿Por qué ellos no compartían emoción por la vida? Los extrañaba, aunque en el fondo sabía que su madre era una gritona que le daba comida — siempre entre regaños —, la despertaba — con regaños — y la abrazaba en contadas ocasiones — para luego mandarla a limpiar la casa entera —. Y su padre, a esas horas, casi las nueve, ya estaría bebiendo y comportándose de forma inusualmente amable solo para pedirle que fuera por más alcohol. Pero en ese instante, con un nuevo amigo, todo se esfumaba. Era feliz.

De pronto, el gruñido de su pequeño estómago le recordó que no había almorzado. Miró a Paca y Lalo, quienes, entendiendo el mudo mensaje, se apresuraron a acomodar una manta en el suelo. Sobre ella, colocaron un plato de comida, unos panes y leche algo viejos que, minutos antes, habían robado de una casa.

“¡Gracias!”, exclamó para ambos a la vez que se acercaba a la manta.

La niña se sentó y, tomando el pan con una de sus manos, procedió a comer.

“¡Delicioso!”.

Paca, Lalo y Ross, se mostraron radiantes ante la visible satisfacción de su ama.

“Mi ama… No le ha puesto un nombre al gato…”, indicó Ross, sacando de su placer.

“Cierto, lo olvidé, Ros. ¡Muchas gracias!”, respondió contenta. “A ver… ¿cómo te pondré?… ¡Mmm! ¡Ya! Te vas a llamar Beto…”

“Miauuu…”, maulló Beto, un tanto desafinado. “¡Gracias, ama, no lo olvidaré!”

“A veces se me olvidan las cosas, Beto, pero Ross siempre se acuerda de ellas”, rió.

Todos rieron con ella.

Aurora continuó comiendo tranquilamente. El vociferar de hombres y mujeres se filtraba desde afuera al refugio; algunos reían, tal vez inmersos en juegos de cartas o en la intimidad de nuevos encuentros, mientras otros discutían como perros. El aullido de los perros y gatos enzarzados en peleas se sumaba al coro, y un viento férreo sacudía la estructura de cartón. Dentro, la pequeña llama de una vela era el único punto de luz para los cinco seres que ahora compartían aquel precario refugio.

De pronto, un trueno a la distancia espantó al gato sobre la niña.

“Mi mamá decía que cuando sonaba era porque iba a llover…”, dijo Aurora, acariciando al gato, tranquilizando. “Tranquilo, no nos va a pasar nada…”

“Mi ama, necesito que Paca y Lalo ayuden con algo”, solicitó Ros.

“¿Algo?”

“Sí, mi ama… No es malo… pero voy a abrir un canal para que no entre el agua”.

“¿Canal? ¿Qué es eso?”, preguntó, meditando. Aurora no sabía qué era, todavía estaba aprendiendo cosas, pero esa palabra no la asociaba con nada. “Bueno, si Ros dice que lo necesita… Paca y Lalo vayan y obedezcan a Ros”

“Gracias, mi ama”, respondieron.

Los animales salieron de la casa y notaron que el clima rociaba en aquella noche. Apurándose, abrieron un canal en el suelo de tierra a pocos centímetros de su hogar. Unos minutos después, empezó a llover fuertemente y, pasando solo unos minutos, el agua del río descendía por el canal, evitando así que su madriguera se destruyera.




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