Pasaron algunos días, y más amigos se integraban. Las aves anunciaban el amanecer con su cántico matutino. En su santuario de la joven reina, se sentía extrañamente protegida. Un zamuro, cinco ratas, dos gatos, cuatro perros; todos de distintas razas y colores, pero con algo en común, habían regresado de la muerte. Cada día transcurría, sus amigos de plumas y pelaje yacían a su alrededor. Ellos eran testigos de su creciente poder.
La destreza con su don era una fortaleza que crecía con cada nueva vida. Ya no era solo el canto doloroso, sino unos versos que se desprendían de sus labios como hilos invisibles que unían la vida y la muerte en una sola intención, la voluntad inquebrantable sujeta a sus palabras. Sin embargo, a pesar de sus pequeños compañeros revividos, la soledad persistía, un vacío que ninguno de ellos podía llenar. En su interior infantil, surgió una curiosidad más grande, un anhelo que latía en su pecho, una necesidad de compañía humana que la impulsaba más allá de los límites de lo que había logrado hasta entonces.
Aquella mañana, Aurora emergió de su refugio, como de costumbre, en busca de nuevos amigos. Iba acompañada por dos perros y Beto. Subía hacia el pueblo casi saliendo de los linderos del seco río a un lado del puente cuando un hedor a basura, mezclado con un vago aroma a humedad, le resultó familiar. En ese momento, la curiosidad la empujó a escudriñar cada sombra, cada rincón, cada desecho y entonces, lo vio. Un cuerpo inerte yacía tumbado cerca una pared descolorida, apenas cubierto por harapos que no lograban ocultar la silueta de un hombre. Su piel, curtida y marcada por las inclemencias de una vida dura, revelaba lo que posiblemente sería su historia. Los cabellos, enmarañados, denotaba que no se había bañado en mucho tiempo, además, enmarcaban unos blancos ojos, velados por la muerte, que miraban fijamente al vacío.
Una mezcla de temor y fascinación se apoderó de Aurora. Desde que descubrió su poder, erala primera vez que ese sentimiento surgía en su interior. ¿Ella sería capaz de levantar a un hombre, una persona como ella? ¿humano?
“claro que sí”, pensó fugazmente. “Ross siempre dice que yo soy poderosa”.
La seguridad de hacerlo se apoderaba de su inocentecerteza,así como un escalofrío que ascendía desde sus pies a la cabeza. Se acercó con cautela, sus pasos silenciosos sobre la tierra mojada. El hombre era mucho más grande que ella, un gigante inmóvil. Se acercó a su mano, la tocó, estaba fría. Asustada, se alejó un poco, pero un segundo la volvió a tocar,percatándosede su aspereza y callosidad. Esas manos eran como la suya, sólo eran más grandes. El escalofrío se agudizó. Este no era un simple pájaro o una rata; era un hombre. Con él, podría formar una familia.
Con el corazón latiendo con fuerza en el pecho, Aurora se arrodilló junto al cuerpo.
“Mi ama, mejor no lo haga aquí, alguien puede verla…”, inquirió Beto.
“Lo sé, Beto, Ros me advirtió”, respondió, dudando, mientras miraba a su alrededor. “Pero él es muy grande, no creo que yo pueda llevarlo a casa”.
Los perros y Beto se apresuraron a jalarlo por el pantalón roto, que medio cubría sus piernas. No pudieron moverlo ni un centímetro. Estaba tieso y pesado.
“Tiene razón, mi ama… este humano es muy pesado…”
“Beto, puedes vigilar que nadie venga…”
“Claro… confíe en mí, y si viene, uno de estos…”, señalando a los perros, “los va a espantar”.
Aurora sonrió, confiando en Beto. El gato y uno de los canes se fueron a la entrada del callejón para vigilar mientras Aurora y su compañero se quedaron al lado del cuerpo.
“Caballero triste y desolado, estoy triste por ti”, dijo casi con tristeza, pero de inmediato cambió el tono, “pero ya no será así, porque ahora vivirás para mí”.
Esa exclamación fue más profunda, más oscura, más penetrante que su pecho dolió. Cayó por poco mientras se sujetaba el lado izquierdo del torso. Sus ojos se humedecieron. Algo de ella salió de golpe y la atmósfera del callejón se hizo más densa, cargada de una energía invisible y malévola.
Aquellas palabras se introdujeron como un torrente en los oídos del cadáver. El cuerpo del hombre se agitó drásticamente. Se movía de un lado a otro con una brusquedad demoníaca. Un espasmo recorrió sus miembros, luego otro. Los dedos se curvaron lentamente, sus ojos se abrieron con un sobresalto, revelando el brillo que antes no existía. No era el brillo de la vida plena, sino una chispa extraña. Aurora retrocedió ante el miedo, aunque, debido al agotamiento, no fue muy lejos. Su compañero, el can, por su parte, estaba en guardia por si aquel hombre pudiera dañarla.
El hombre, con dificultad, se incorporó sentándose y medio recostando su espalda a la pared trasera. Sus movimientos eran rígidos, antinaturales, pero se movía. Miraba a todos lados, confundido, perdido, como si no debía estar ahí.
“¿Y tú quién eres?”, pensó, pero sus labios se trabaron cambiando las palabras, “¿Eres mi ama?”
El hombre notablemente se sentía incómodo con lo que sucedía, pero su apariencia era amable y tranquila. Aurora, por su parte, sintió miedo.Ella percibió no sólo la incomodidad del hombre, sino la ira y odio.
“¿Dónde estoy? ¿Quién eres?”, insistió con una furia que sus propios pensamientos parecían explotar. No obstante, su semblante no cambió. Una apariencia sumisa, tranquila, amable, “¿Eres mi ama, no es cierto?”.
“Sí, lo soy”, respondió convincente, pese al leve miedo que se asomaba en sus manos y que presionaba una con la otra. “Mi nombre es Aurora”.
El hombre se levantó por completo. La observaba sin expresión de malicia, aunque en su mente gritaba y se burlaba de la niña.
“¿Mi ama? ¿Una niña que no sabe cambiarse los pañales? ¡Imposible!”, mientras su boca decía, “Es un placer servir a mi ama… Mi ser entero se regocija en su alegría y vida”.
Entonces, Aurora comprendió todo lo que estaba sucediendo y, dejándose llevar, perdió el miedo.
Editado: 20.11.2025