Aprendiz de Marionetas Humanas

Capítulo 4

Al día siguiente, otra noche lluviosa. Todos se encontraban dentro de su hogar. Beto, Ross, las ratas, los canes, Marcos y Aurora. Todos refugiándose dentro de aquella casa de cartón. Eran las nueve de la noche cuando los recuerdos y la nostalgia invadieron a la niña. De vez en cuando, miraba a la puerta esperando el ingreso de alguien que corriera ella, la abrazará y durmiera, sin pedirlo o cuestionarla como Marcos lo hacía.

Marcos, por otro lado, observaba el techo de la habitación con los ojos bien abiertos, pero sin ver. La penumbra lo envolvía como un manto tibio, y aunque su cuerpo estaba quieto, su mente hervía. El silencio era su único aliado, y en él se refugiaba para no revelar su oscuro pasado. Un pasado en donde había segado las vidas de muchas personas con el único propósito de sobrevivir. Ahí, con las piernas entrecruzadas, aun lado de la puerta, se preguntaba:

“¿Qué haré ahora? ¿Cómo me puedo liberar de esta niña? ¿Cómo puedo usarla a mi favor?”.

Los cuestionamientos venían a él por sí solos, pero al darse cuenta los callaba para que la niña no los escuchará.

“¿Cómo puedo pensar para que no se dé cuenta de quién soy en realidad?”, otro pensamiento fugaz, pero que trajo a sí una idea que le daría algo de libertad.

“¿Por qué me trajiste de vuelta?” Marcos susurró al aire, sabiendo que Aurora lo escucharía.

“No sé, solo quería una familia”, respondió insegura, sin dejar de comer, “y… pensé… que, quizás, pudieras ser mi padre”.

Guardó silencio. Su cuerpo estaba quieto, pero su mente comenzaba a arder de nuevo. Desde que esa niña lo había traído de regreso, todo era igual: obedecer, callar, esperar. Podía pensar, claro. Soñar con caminar por su cuenta, con decidir a quién tocar y a quién no. Vengarse de sus agresores. Pero sus manos y sus pies no respondían si ella no lo ordenaba. Ese límite invisible lo consumía. De alguna manera, podía negarse a su solicitud de ser familia, tal vez, porque solo estaba para obedecerla, no para estar en un nivel de autoridad superior que requería un padre.

Aurora, después de haber cenado, se levantó de la manta que yacía en el suelo. Caminó, con pasos tímidos y una mezcla de vergüenza y esperanza, hasta Marcos, sentándose frente a él.

"Marcos…" su voz sonaba cautelosa. "¿Quieres ser mi papá?"

“Ya hemos hablado de eso, no puedo ser tu papá de una niña manipuladora…”, pensaba él, y Aurora escuchó, esas palabras la afligieron.

“Pero yo no sé…”, musitó, temerosa y casi gimiendo, “yo no sé cómo quitarlo, nadie me enseñó… solo… puedo hacerlo”.

Aurora empezó a llorar.

Marcos sintió algo raro en el pecho. No era compasión. No era amor. Era más bien una opresión, como si su corazón, muerto y reanimado, recordara que alguna vez fue humano. Los animales se acercaron a ella, rodeándola, protegiéndola. Incluso Beto, el gato, ronroneó para calmarla. Pero Ross, el zamuro, alzó el vuelo. Sus ojos rojos brillaron en la penumbra. Con un graznido agudo, se lanzó contra Marcos, clavando sus garras en su rostro.

Marcos, instintivamente, alzó el brazo. Agarró al ave por el cuello. No pensó. Solo actuó. Y con un movimiento seco, quebró su cuerpo en dos. El silencio que siguió fue espeso, denso, como si el aire mismo se negara a moverse.

“¡No…!”, gritó la niña, Corrió hacia Marcos, golpeándolo con sus pequeñas manos, llorando, maldiciendo. “¡Suéltalo…! ¡Suéltalo…! ¡Suéltalo…! ¡Ya no quiero que seas mi papá, eres malo…!”.

Un dolor insoportable, como mil agujas de hielo clavándose en cada nervio, atravesó a Marcos. Cayó de rodillas, soltando al zamuro que aleteó débilmente hacia los brazos de Aurora. El cuerpo de Marcos se convulsionó, era el castigo desatado por la niña. Era como si su propia sangre se volviera ácido, disolviéndose desde dentro.

“¡Ojalá, nunca te hubiera revivido! ¡Eres malo! ¡Eres malo!”, rugió con enojo e impotencia.

Cada palabra suya era un martillo en el cráneo de Marcos. El dolor escaló hasta lo insoportable. Marcos se retorció en el suelo, arcadas secas sacudiendo su cuerpo. Vio su vida pasar: el desprecio, los golpes, la soledad hedionda de su muerte en el callejón.

“¿Esta es la salvación? ¿Ser el perro encadenado de una niña bruja?”. La desesperación, más profunda que el odio, lo inundó. Sintió el vacío del callejón otra vez, el frío absoluto, y el terror a regresar fue más fuerte que su orgullo. “Perdóname, ama…”, logró balbucear, la voz rota, babeando en el suelo de tierra, “Perdóname... Yo seré tu papá…”

“No quiero... No quiero a un padre como tú…”, respondió Aurora.

La presión interna cedió un poco, solo lo suficiente para que pudiera arrastrarse hacia los pies de Aurora, besando el dobladillo de su vestido raído.

“Humillación. Pero es esto o la nada…”, meditó antes de suplicar, “Lo siento... Lo siento... Seré bueno... Seré lo que quieras…”

Aurora lo miró, el enojo dando paso a una confusión dolorosa.

“¿Lo que yo quiera? ¡Yo quería un papá! ¡Pero tú no quieres! ¡Nunca quisiste! ¡Así que no!”, continuaba llorando la niña mientras se alejaba de Marcos.

Marcos jadeó, apoyando la frente en el suelo frío. El dolor residual lo jalaba a su pasado. “¿Qué podría enseñarle? Solo sé romper cosas. Destruir. ¿Podría hacerlo? ¿Cómo afilar un cuchillo? ¿Cómo estrangular en silencio?”, meditaba sin levantar la cabeza. Aurora, sumergida en su dolor y en acariciar a Ross evitando cualquier sufrimiento, ignoraba los pensamientos del hombre que, en parte no entendía.

“Seré... tu guardián”, ofreció, a secas y temeroso. Levantó la cabeza, mirándola con ojos que suplicaban comprensión, pero ocultaban un cálculo repentino. “Si no puedo ser el padre, puedo ser el que los provee. El que elimina los obstáculos…, reflexiona antes de insistir en ser su guardián. “ Yo seré su guardián, uno fuerte... que te traiga... lo que mereces”. Hizo una pausa, tragando saliva. “Una familia... una verdadera familia. Padres... que te amen. Que no te hagan daño… que te quiera por quien eres”.




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