Aprendiz de Marionetas Humanas

Capítulo 6

Esa noche, el cielo se cubrió con un manto de nubes densas y plomizas, como si el firmamento mismo se hubiera cerrado sobre el pueblo, reteniendo el aliento antes del desastre. No había estrellas, ni siquiera el rastro de una luna pálida. Solo una oscuridad espesa, pegajosa, que parecía respirar junto a ellos mientras avanzaban por el sendero de tierra endurecida. El viento soplaba en ráfagas irregulares, arrastrando hojas secas, latas oxidadas y el eco de risas lejanas que ya no pertenecían a nadie. Era como si el mundo entero hubiera entrado en un estado de espera, como si supiera lo que estaba por suceder y, aun así, no se atreviera a intervenir.

Aurora caminaba en silencio, con los pies descalzos. Su corazón latía con una mezcla de temor y anhelo. A su lado, Marcos avanzaba con pasos firmes, casi mecánicos, como si cada movimiento estuviera calculado, ensayado en la oscuridad de su mente mucho antes de que sus pies tocaran el suelo. Detrás de ellos, Ros, volaba en círculos sobre el grupo, sus alas negras cortando el aire con un silbido sordo. Los perros y las ratas —Paca, Lalo y los demás— seguían en fila, como una procesión de sombras vivas, fieles testigos de lo que se avecinaba. Beto, el gato, caminaba junto a Aurora, rozando su costado con su pelaje áspero, como si quisiera protegerla del frío o de algo peor.

“¿Estás segura, mi ama?”, preguntó Marcos, deteniéndose de pronto, con una voz que era dulce, pero que escondía un filo de anticipación. “Puedo hacerlo solo. No necesitas verlo. No necesitas ensuciarte con lo que voy a hacer”.

Aurora lo miró con ojos grandes, brillantes como esmeraldas bajo la penumbra. Su rostro estaba pálido, sus labios temblaban un poco, pero había algo en su expresión que ya no era solo inocencia. Era una decisión. Una necesidad.

“Quiero estar”, dijo, con una voz que apenas tembló. “Quiero ver cómo los liberas”.

Marcos asintió lentamente. Sus ojos, oscuros y sin brillo, se clavaron en los de ella. No había compasión en su mirada, ni siquiera fingida. Solo una devoción retorcida, un fervor que nacía no del amor, sino del poder.

“Como ordenes, mi joven ama”.

A medida que se acercaban, se divisaba a la distancia las luces de las ventanas. El camino se alzaba en la tierra, empinado, cubierto de maleza y raíces retorcidas que parecían querer aferrarnos. Cada paso era un esfuerzo. Cada respiración, una batalla contra el aire húmedo y pesado. Aurora sentía cómo el pasado se desplegaba dentro de ella conforme ascendía. Cada rincón del sendero, cada piedra, cada árbol retorcido, traía consigo un recuerdo doloroso que ya no le dolía.

Cuando llegaron a la cima, el viento cesó. El silencio fue total. Incluso los animales dejaron de moverse. Solo se oía el crujido de la madera vieja, como si la casa estuviera viva, respirando, esperando su sentencia. Marcos se adelantó. La puerta principal estaba entreabierta, como si los habitantes hubieran sabido que algo venía. O, quizás, eran tan indiferentes al exterior que no les importaba quién entrará. Él empujó la puerta con un dedo, sin esfuerzo, y el chirrido que produjo fue como un lamento. Uno que fue ignorado.

El olor los golpeó de inmediato: humedad, alcohol rancio, sudor, moho… y algo más. Algo que no se podía nombrar, pero que se sentía en la piel: la penumbra. La casa entera estaba podrida, no solo por fuera, sino por dentro. Dentro, la luz amarillenta de una lámpara sucia iluminaba la cocina. Elena estaba sentada en la mesa, con los ojos fijos en un vaso vacío. Su rostro, agotado y amargado, se contrajo cuando vio, de repente, la figura de Marcos en la puerta.

“¡Tú! ¿Quién eres?”, espetó, levantándose de un salto. “¡¿Qué haces aquí?!”

Ricardo, en el sillón de la sala, se despertó con un respingo. Sus ojos hundidos se abrieron lentamente, y al ver a Marcos, el miedo lo paralizó. Temblaba como cuando vio a Ross. Marcos no dijo nada. Solo avanzó. Sus pasos eran lentos, deliberados, como los de un depredador que ya sabe que su presa no escapará. Sus ojos, fríos y sin emoción, se clavaron en Elena.

“Vengo a arreglar las cosas”, dijo al fin, con una voz tranquila, casi amable. “Vengo a recuperar la familia de mi ama”.

“¡Estás loco!”, gritó Elena, retrocediendo. “¡Fuera de mi casa! ¡Fuera!”

Pero no había salida. Marcos ya había bloqueado la puerta con su presencia. Con una calma aterradora, metió la mano en su bolsillo y sacó una varilla de metal, corta, afilada, que brilló apenas bajo la luz amarilla.

“¡Lárgate o te mato!”, amenazó Elena, alzando los puños.

Y entonces, como si el tiempo se hubiera detenido, ocurrió. El cuerpo de Elena se tensó de golpe. Un segundo ante, estaba gritando, alzando las manos, y al siguiente, estaba inmóvil. Un chorro de sangre brotó de su cuello, como si algo invisible lo hubiera cortado desde dentro. Cayó al suelo con un golpe seco, los ojos abiertos, la boca congelada en un grito que nunca salió. La sangre se extendió por el piso de madera, oscura, brillante, espesa…

Ricardo gritó. Un grito largo, desgarrador, que resonó con las paredes. Intentó levantarse, pero sus piernas no le respondieron. Solo pudo ver cómo Marcos se acercaba, con la misma sonrisa fría, con la misma mirada vacía.

“No… no… por favor…”, balbuceó, llorando. “Tengo dinero… te daré todo…”

“No quiero tu dinero”, respondió Marcos. “Quiero justicia. Quiero que ella sea feliz. Bueno, en parte quiero que Aurora sea feliz”, continuó, evitando el hecho de que así él podría liberarse de su control. “Y tú… tú no la hiciste feliz, ¿verdad?”

Ricardo negó con la cabeza, llorando, suplicando.

“¿Aurora? ¿Esto lo está haciendo Aurora?”. Ricardo agudizó su expresión entre pánico y asombro. “¡Yo la quería! ¡Yo la amaba!”

“Entonces, ¿por qué la golpeabas? ¿Por qué la llamaban monstruo? ¿Por qué la hiciste creer que no debió nacer?”

No hubo respuesta. Solo el sonido de una de las botellas que Marcos rompió contra el suelo, y luego, el crujido de hueso al clavarse el vidrio en el ojo de Ricardo. El hombre gritó, se retorció, intentó arrancárselo, pero Marcos ya lo tenía sujeto. Con la varilla, con una precisión casi artística, le cortó la garganta. La sangre brotó a borbotones, manchando las paredes, el sillón, la alfombra. Y, aun así, Marcos sonreía.




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