Sentía la respiración pesada y mi vista estaba perdida en la sábana que cubría mis piernas. La habitación del hospital era blanca y fría. El ambiente se notaba tenso y todavía me sentía un poco adormilada. Había sido otra vez víctima del sedante, y no podía negar que no me gustara eso. Era lo que más quería: dormir. Porque, no sentía dolor. No sentía soledad, no sentía un peso encima. No pensaba en nada. No pensaba en Evan, tampoco en Ethan, y ni en como mi vida había terminado en ese punto crítico con posibilidad de ir a prisión. No sentía nada, solo paz y más paz.
Mi madre había entrado a la habitación y se sentó al lado mío. Me observó fijamente. Yo estaba con una extrema quietud, que apenas se notaba que respiraba.
—April, cariño —había dicho mientras tomaba mi mano y la acariciaba con ternura. Ella había notado que estaba fría, debido a que dejó escapar un gemido de sorpresa. La sentía tan impotente.
—Señora Howland —había dicho una enfermera parada en la puerta que llevaba un vaso en una bandeja de plástico de color caramelo. Mamá asintió dándole permiso de pasar a la habitación.
La enfermera se acercó a mí con cuidado y con voz comprensiva me habló.
—Te he traído algo de beber, corazón. Debes estar muerta de sed.
—No quiero nada —gruñí.
—Pero tienes que hidratarte, cariño —habló mi madre.
—¡He dicho que no quiero nada! —me alteré y junto a eso golpeé la bandeja haciendo que el vaso cayera al suelo y se rompiera.
Las dos señoras ahogaron un grito en cuanto actué con tremenda rebeldía. Mamá se angustió y no supo que hacer, pero cuando vio a la enfermera recoger los trozos del vaso, se apresuró a ayudarla.
—No, no, no, yo puedo hacerlo, señora. Podría cortarse —quiso detenerla.
—Perdón por todo esto —lloró —, no creí que April lo hiciera, en serio disculpa.
—Señora Howland, debería sentarse.
Mamá se quedó viendo la enfermera con lágrimas en las mejillas.
—Quédese tranquila, yo recojo este... Desastre.
La enfermera salió de la habitación después de haber recogido los trozos de vidrio con sumo cuidado.
Había pasado un poco más de media hora cuando el silencio hacía acto de presencia en la habitación del hospital. Yo me mantuve inmóvil, justo en la misma posición que estaba antes.
Estaba acompañada del doctor Erick Glambolia, quien se mantenía callado. Al parecer, por su silencio, no sabía cómo hablar conmigo, no sabía qué decirme para iniciar con buen pie.
—¿Puedo invitarte un café? —dijo él —. Creo que así será mejor para hablar. Tu madre me dijo que el café te tranquiliza y te hace sentir bien.
Glambolia no veía alguna respuesta de mi parte.
—¿Sabes qué? No hagamos esto porque sea mi trabajo —dijo él acomodándose en la silla que estaba al lado de la cama.
Lo miré con el ceño levemente fruncido, muy tranquila. ¿A qué se refería con que no hagamos esto porque sea su trabajo?
El doctor Glambolia había sonreído con satisfacción al ver al menos una reacción en mí. Siempre supo cómo llegar a mí. Me quedé viendo sus ojos azules, su sonrisa preocupada, pero también despreocupada. Había envejecido un poco después de la última sesión que tuve con él a mis quince años.
—En realidad me interesa mucho saber qué ha pasado. Saber qué hay detrás de esa chica que se encuentra perdida en sus recuerdos. Detrás de esa chica que se siente sola, porque eso es seguro —hizo una larga pausa sin despegar la vista de mí —. Ahora, viéndote, no quiero hacer esto porque me corresponda. Es porque quiero saber cómo ocurrió todo, y encontrar la forma de que te sientas sin un peso encima.
Lo miré con desconfianza y sin decir nada. Esa parte estaba difícil para mí.
—¿Crees que puedas abrirme tu corazón? ¿Puedes hacerme entenderte?
Después de un rato pensándolo muy bien, asentí con lentitud. Estaba dispuesta a contarle la historia al doctor Glambolia.
Igual, no tenía nada más que perder.
—Perfecto. ¿Qué tal si me cuentas cómo era la relación con tu hermano?
Permanecí callada y una ola de calor abrazó mi cuerpo en cuanto pensé en mi hermano. En sus ojos oscuros, su cabello negro, su altura. Cuando me molestaba. Cuando después de enojarse al final él terminaba en mi habitación molestándome mientras me pedía perdón por su actitud y decirme que no había sido culpa mía. O cuando terminábamos riéndonos.
—Éramos muy unidos, sí —hablé despacio, y sentí algo molesto en mi corazón —. Él... —la palabra se quedó suspendida en el aire y sentía cómo las lágrimas pinchaban mis ojos. No iba a llorar, se supone que ya había superado esa etapa, que yo ya había aceptado mi destino de vivir sin la presencia de mi hermano.
—Si no estás preparada para hablar de él, lo entiendo, podemos dejarlo para después.
—N-no. Usted quiere saber qué ocurrió, ¿verdad?
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Editado: 03.05.2020