Sigo a medio vestir, arrepentido, por primera vez, de haberme dejado llevar por mis impulsos. Bebo mi tercer vaso de whisky de la noche. Tengo una extraña sensación que me tiene inquieto. Fue una estupidez aceptar esa maldita apuesta y dejarme incitar como un imbécil por las provocaciones de Rubén. ¿En qué demonios estaba pensando? Este estúpido juego está perdiendo su encanto. Cojo la botella y sirvo un trago más. Necesito un cambio de vida con urgencia. Me prometo a mí mismo que esta será la última vez que me veo envuelto en este tipo de estupideces. Ya no somos los mismos jovencitos de antaño a quienes todo les parecía divertido.
Un toque a mi puerta me aparta de mis cavilaciones.
―Adelante.
Mi cuerpo se tensa en cuanto escucho el sonido familiar de esa maldita silla de ruedas.
―Me parece que has tomado la mejor decisión de tu vida, hijo ―aprieto la mano que sostiene el vaso de manera inconsciente―. Es hora de retomar las viejas amistades.
Aflojo el agarre y dejo el vaso sobre la mesa antes de hacerlo estallar en pedazos.
―No voy a asistir, papá ―trato de controlar las ganas que tengo de sacarlo de allí y lanzarlo por el balcón―. Hay demasiada historia entre las dos familias como para tentar a la suerte.
Si no es porque tiene mis pelotas atrapadas entre sus dedos, hace mucho tiempo lo hubiera dejado abandonado en un asilo para ancianos y desterrado para siempre de nuestras vidas.
―¡No te atrevas a cometer semejante estupidez imbécil!
Grita, enfurecido, al empujar la silla en mi dirección. Me doy la vuelta para enfrentarlo. Estoy hastiado de que intente controlar mi vida.
―¿No te cansas de arruinarle la vida a la gente? ―me acerco a él de manera amenazante y apoyo las manos en los brazos del maldito fierro al que está encadenado de por vida―. Todo lo que tocas lo destruyes.
Su rostro se desfigura por la rabia.
―No olvides que el destino de tu hermana está en mis manos y que solo me bastaría dar la orden para que tu madre pase los últimos días de su vida encerrada en un manicomio.
Tiemblo de pies a cabeza. Me alejo de él, sirvo un nuevo trago, me lo bebo de un empujón y luego arrojo el vaso contra la pared.
―¡Vete al infierno, hijo de puta!
Tomo mi chaqueta del respaldo de la silla y salgo de allí como alma que lleva el diablo. Cierro de un portazo al subir a mi convertible y atravieso la ciudad a una velocidad que desafiaría las leyes de la física. A mitad de camino me estaciono a orillas de una vereda. Mis dedos están tan aferrados al volante que parecen formar parte de él. Mi pecho sube y baja a una velocidad tan acelerada que todo el aire de mis pulmones sake expulsado por mis fosas nasales con la misma furia de un toro rabioso. Mi cuerpo tiembla de pies a cabeza, debido al odio que por tantos años se ha acumulado en mi interior.
―Te prometo que, más temprano que tarde, voy a hacerte pagar por todo lo que nos has hecho, Joaquín Cardozo. No te irás impune de este mundo.
Mi móvil comienza a sonar. Alcanzo la chaqueta en el asiento del copiloto y hundo la mano en el bolsillo interno.
―¡Aló!
Contesto de mal humor.
―¿En dónde carajo te has metido, Enzo? ―inhalo profundo al escuchar la voz de Rubén al otro lado de la línea―. Hace media hora tenías que estar aquí ―reclama en tono airado―. ¿Piensas echarte para atrás?
Estoy a punto de decirle que sí y mandar al demonio esa estúpida apuesta, pero justo en ese momento recuerdo la gran estupidez que cometí al apostar el diez por ciento de mis acciones. Si renuncio, Rubén se quedaría con ellas, así que dejaría de tener la mayoría accionaria y eso se traduciría en la pérdida del control sobre las empresas de la familia. Mi rostro palidece. No puedo permitir que papá vuelva al poder.
―Tuve un contratiempo de último minuto, Rubén, estaré allí en pocos minutos.
Finalizo la llamada antes de escuchar su respuesta. Lanzo el teléfono sobre el asiento, enciendo el motor del auto y me dirijo hacia la residencia de la familia Cortez.
***
Estar de vuelta en este lugar aviva todos mis recuerdos del pasado y eso no me gusta para nada. Abandono mi auto y le entrego las llaves al chico del parking. Ajusto los botones de mi chaqueta y, con pasos decididos, me dirijo al interior de la carpa que se ha instalado en el patio de la mansión. Joder, esto es una locura. Nunca debí volver a este lugar. Esto es lo último que voy a hacer en nombre de una absurda tradición que debió parar hace mucho tiempo.
―¿Vamos, Enzo, no seas aguafiestas?
Niego con la cabeza.
―No estamos en condiciones de manejar. No voy a poner en riesgo la vida de ninguno de ustedes.
―Vamos, viejo, tómate un trago ―me indica Rubén al tenderme la botella de licor que sostiene en su mano derecha―. Estás perdiendo el valor.
Ruedo los ojos.
―Ya es suficiente por esta noche, chicos, lo más conveniente es que cada uno de nosotros regrese a casa.
Saco el móvil de mi bolsillo para llamar a mi chofer, pero Álvaro me lo arranca de las manos.