Me desplazo por las avenidas a toda velocidad, alcanzando velocidades impresionantes que, con el más mínimo error, nos conduciría a ambos a una muerte segura. Extiendo mi brazo para palpar su pulso y confirmar que aún sigue con vida.
―Joder, estás helada.
La sangre sigue fluyendo, pero en menor cantidad. Me recrimino a mí mismo por no seguir mis instintos y, en lugar de ir hacia mi cabaña, cambiar de dirección y dirigirme hacia un hospital. Sería lo más cuerdo, sobre todo, bajo estas circunstancias tan apremiantes, pero su ruego desesperado sigue martillando dentro de mi cerebro. Así que decido mantener mi plan inicial.
―Tengo frío.
Susurra en voz baja. Escucharla hablar me causa alivio.
―Tranquila, estamos a punto de llegar ―abandono la carretera y me incorporo al desvío que conduce hacia mi propiedad―. Pronto te proveeré de abrigo.
En poco más de diez minutos, llegamos a nuestro destino. Espero a que abra el portón e ingreso rápidamente al camino de gravilla. Al detenerme frente a la casa salgo del auto de un salto, lo rodeo en un dos por tres y abro la puerta para sacarla de allí.
―Vas a estar bien, voy a encargarme de ti.
Desprendo el cinturón de seguridad y la cargo en mis brazos para llevarla al interior de la vivienda y prestarle la atención que amerita con urgencia. Eleva sus brazos y los envuelve débilmente alrededor de mi cuello.
―¿Estoy en el cielo?
¿Qué empeño tiene con la puta muerte?
―No, estás en mi casa ―suelta un suspiro y se acomoda sobre mi pecho―. Necesito que te mantengas despierta, por favor. Ayúdame con esto.
La puerta de la cabaña se abre antes de que pise el primer escalón del porche.
―Bienvenido a casa, se…
Ferguson queda impávido al ver tal escena frente a él.
―La recogí en el camino ―miento―, la vi en mal estado y la traje a casa para atenderla y asegurarme de que esté bien ―sigue en estado de shock al ver la cantidad de sangre que la cubre―. Ve por mantas, ropa seca y un botiquín de primeros auxilios ―ingreso a la cabaña y atravieso la sala a gran velocidad, seguido de cerca por él―. Comunícate con Peter y dile que lo quiero aquí de inmediato, explícale la situación. Tiene una herida en la frente que necesita sutura y está a punto de sufrir un shock hipotérmico.
Me dirijo a mi habitación y la dejo sobre la cama.
―Enseguida, señor.
¡Joder! ¿En qué lío me acabo de meter? Apoyo la rodilla al borde de la cama y acerco mi oído a su pecho para asegurarme de que su corazón siga funcionando. Suspiro de alivio al sentir que sigue latiendo. Acerco mis dedos a su cuello y palpo su pulso, me preocupa que esté tan débil. Debo moverme con prisa o en lugar de un médico voy a requerir del servicio de un forense.
―Aquí tiene lo que me pidió, señor.
Agradezco su presteza. Tomo la cobija y cubro su cuerpo con ella. Observo la camiseta y decido dejarla a un lado. No pienso tocar a esta desconocida. Si de por sí fue un fatal error traerla a este lugar, desnudarla sería extralimitarme. No pienso ganarme una acusación por agresión sexual. El maletín lo coloco sobre la mesa de noche.
―Ve a hacer la llamada que te pedí y, por favor, necesito que prepares una sopa caliente, quizás también un té. ¡Qué sé yo!
Comento, exasperado. No tengo idea de lo que estoy haciendo, pero es lo primero que se me ocurre.
―Señor, creo que es conveniente que le quite la ropa ―giro la cara con violencia. ¿Qué está diciendo?―. Tanta humedad evitará que su cuerpo entre en calor.
Al notar mi expresión, sale huyendo de la habitación como un cobarde. Y ahora, ¿qué narices hago? Repaso mi cabello con frustración.
«Nadie te pidió que regresaras a buscarla. Ahora te toca asumir las consecuencias de tus actos. Bueno, también puedes librarte del paquete si le pides a Ferguson que se encargue del asunto»
―No, eso tampoco sería apropiado.
Me respondo a mí mismo. Suspiro con resignación. Aparto la cobija y la coloco de medio lado para bajar el cierre de su vestido. Contengo el aliento cuando noto que ni siquiera lleva puesto sujetador. Aparto mis manos de ella tan rápido como puedo y me alejo varios metros atrás.
«¿De qué te sorprendes? No es la primera vez que ves a una mujer desnuda. ¿A qué le temes?»
―Pero nunca le he quitado la ropa a una que esté casi inconsciente.
Comienzo a caminar de un lado al otro. Inquieto e indeciso sobre cómo debo actuar. Mi mente está vuelta un revoltijo de ideas imprecisas. De repente, escucho un golpe. Me giro rápidamente y quedo sin aire en los pulmones al ver su vestido tirado en el suelo y a ella hecha un ovillo en medio de la cama. Me quedo allí parado sin saber cómo reaccionar ante su desnudez. No hay ninguna intención pervertida en mi mirada, pero recorro su cuerpo con aprensión, al notar las cicatrices que marcan algunas zonas de su piel. ¿Qué demonios sucedió con ella? Me acerco y me siento a su lado.
―Necesito ponerte ropa, no te asustes, por favor ―le advierto, antes de proceder―. No voy a hacerte daño.