El día en que todo comenzó lo hizo como cualquier otro. Tampoco es que mi vida de adolescente fuera muy emocionante. Es decir, por muchas fiestas a las que vayas y muchas veces que te despiertes en una cuneta desnudo y con la cabeza a punto de estallar tampoco es como si fueras Indiana Jones. Pero las cosas como son, dentro de un margen razonable, yo era un chaval muy guay. Vamos, el más guay, para qué mentir.
En mi instituto, no había nadie como yo. Creo que incluso si me hubieran comparado con la rubia hermosa del equipo de animadoras yo habría salido ganando. Y, aparte de ella, no era como si nadie pudiera hacerme sombra. Por aquel entonces, yo tenía diecisiete años y era el mejor quarterback del instituto. Todos soñaban con serlo, pero buena suerte superándome. Es que no perdíamos ni una; vamos, que cuando me gradué debieron declararlo día de luto oficial.
Aparte de eso, mis notas iban sorprendentemente bien. Sorprendentemente, porque tampoco es que estudiara. Me pasaba el tiempo fuera, de marcha, y vomitando. También con el equipo, claro. Pero aun así, era como si el universo no pudiera permitir que suspendiera. Mis mejores amigos, por supuesto, siempre iban mal y después intentaban compensarlo como podían. ¿Pero yo? Yo no necesitaba nada porque el mundo ya estaba de mi parte.
Al menos… hasta aquel día. Aquel bonito día de finales de verano. Aquel primer día de clase. Ah, el futuro me deparaba algo brillante esa madrugada. Me levanté con más ánimos que en mucho tiempo, salí de casa corriendo y, por el camino, a más de una moza se le levantó la falda gracias a aquella bendita brisa. No podía ser un mejor inicio.
Además, al llegar al instituto me reencontré con mis amigos (no, ¡hermanos!) del alma, Ethan y James. Habían estado de vacaciones por Europa todo el verano y no los había visto en ese tiempo. Apenas habíamos hablado por WhatsApp. ¡Qué ganas tenía de darnos puñetazos en los hombros y vomitar en comunidad! Y ellos sentían lo mismo.
—Tío, Noah, ¡tío!
—Madre mía, Noah, te has puesto morenote, ¿eh? —James me dio una palmada en la espalda que casi me saca las costillas. ¡Cómo lo había echado de menos!—. ¡Te lo habrás pasado pipa viendo chicas en bikini!
—Bueno, no tantas, eh —respondí con una carcajada—. Maldito el payaso que puso de moda el pareo.
—Sí, tío; joder, tío. ¡Que le den!
Y así, felices, hablando de chicas y del verano nos encaminamos a clase. La nueva clase, tan… tan igual. Al fin y al cabo, seguía siendo la misma de siempre. Mismo instituto, mismos compañeros. ¿Cómo iba a imaginar yo que esta vez todo sería distinto?
Ah, pero ya debéis de tener ganas de saber qué sucedió. Empezaremos por el principio, por el maldito instante en que esa idiota de Sophia Brown cruzó por delante de mí. ¿Y qué hizo esa pobre diablo para que te moleste tanto que pasara por tu lado?, te preguntarás. Pues bien, lo que hizo fue cruzar en el momento menos indicado.
—Tío, qué aburridas han sido tus vacaciones —iba diciendo Ethan, mientras nos dirigíamos a las taquillas tras una aburridísima clase de matemáticas—. ¿De verdad no has hecho nada interesante?
—He estado en la playa, he ido de fiesta, he jugado a la play —protesté—. ¿Qué más quieres que haga? No todos somos millonarios y podemos irnos de tour al otro lado del charco.
—Bueno —intervino James—, seguro que Noah se lo ha pasado… bien.
—Sí, exacto.
—¿O sea que sí?
—¿Qué sí qué?
—Pues… ya sabes.
La verdad es que a veces no había quien entendiera las retorcidas mentes de mis amigos, pero en cuanto me fijé en sus caras y en sus sonrisas pícaras comprendí a lo que se referían. Tampoco era como si fueran capaces de pensar en otra cosa.
—Oh, ¡oh! Claro, claro —contesté al instante—. Con cientos de chicas. Me han llovido del cielo este verano, es que fliparíais. Si os cuento… Madre mía.
—O sea, que no.
—Que sí, te digo.
Ethan y James se miraron con cara de circunstancia. Parecía que se compadecían de mí. Lo cierto era que mi verano había sido estupendo, divertidísimo, pero ahora me hacían dudar de ello.
—Vamos, Noah, que ya tienes diecisiete años, se te va a pasar el arroz.
—Pero ¿qué dices? Solo tengo diecisiete años. Que mi padre se casó con treinta y ocho.
—Déjalo, pobrecito, tío —intervino Ethan—. El chaval no sabe ligar, no pasa nada, tío. Algún día será una tía la que se lo ligue a él y todo solucionado.
Aquel comentario me ofendió bastante más de lo que quise reconocer. Nunca había intentado ligar de esa forma con nadie aparte de algún que otro flirteo en la disco, pero eso no quería decir que no pudiera. ¿Qué habían estado haciendo esos dos perdidos por el mundo para que ahora se burlaran de mí? Por un instante los imaginé rodeados de chicas, uno en Francia y el otro en Alemania, y he de admitir que me desanimé. Pero pronto me recompuse. Yo no lo había hecho porque no quería.
—Oye, os estáis pasando, casanovas. Si me lo propusiera podría ligar con cualquiera.
—Sí, claro.
—¡Todos me adoran! Soy el más apreciado en clase; incluso Abigail, sí, Abigail, la hermosísima chica del equipo de animadoras, me adora. —Ethan y James se carcajearon—. ¿De qué os reís?
—Si eso es verdad, ¿por qué no te has liado con ella?
—¡Porque no he querido! Soy demasiado bueno hasta para Abigail. Necesito encontrar una chica a mi altura.
Mis amigos pusieron los ojos en blanco y dejaron de hablar. Aquello, si cabía, me irritaba aún más. ¡No mentía! No quería una relación en ese momento, simplemente no la deseaba, pero no dudaba de que podría tener a la chica que quisiera en mis brazos en menos de cinco minutos. Si Ethan y James tan solo se hubieran fijado en cómo me miraban todas y cómo suspiraban por mí cuando me veían jugar...
—Oye, tío; si tanto confías en tus habilidades, tío, ¿por qué no ligas con una chica? Solo para demostrárnoslo, tío.
Editado: 01.04.2019