Nunca me gusta echar raíces con nadie ni con nada porque sabía que nada es para siempre, no quería atravesar una y otra vez el proceso de sanarme para que al final vuelvan a lastimarme, pero sabía que tarde o temprano sedería a la necesidad humana de pertenencia, de saber que alguien velaría por mi cada día de mi vida, por saber que siempre habría alguien esperando en casa y me dijera lo bonita que soy, lo importante que era y lo esencial que era en su vida.
Conocí a Jonatan un otoño aquella época en la que el frio se curaba con una taza de chocolate caliente o el abrazo de la persona a la que quieres, aquella época en la que las hojas caen de los árboles, así como mi corazón cayó en sus brazos, aquella época donde la mejor cita era salir a caminar cuando la noche era muy oscura, pero que con su simple sonrisa se me iluminaba la vida.
Me sentía segura, me sentía a salvo, sentía que si caía ninguna parte de mi tocaría el concreto ya que él estaba ahí para cuidarme, sin pensarlo mucho baje mis defensas para que él pudiera entrar en mí, para que pudiera conocer cada parte de mi incluso aquellas que me daban vergüenza de mostrar al público.
Es cierto que conocí a más personas antes de él, pero él fue la persona con la que todo fue real, fue el primer hombre que me hiso sentir deseada, me hizo sentir amada, me hizo sentir visible y fue tirando cada uno de mis muros, de mis miedos y jamás pensé ni por un pequeño momento que lo nuestro tendría un final.
Pero al dejar de existir mis defensas si hubo consecuencias, hubo consecuencias por amarlo y la principal consecuencia fue terminar con el corazón hecho añicos sin la esperanza de poder unir cada uno de sus pedazos.