David cerró su portafolios con un gesto definitivo. Había repasado cada cláusula del contrato bajo la atenta mirada de mi padre y mi tío, respondiendo a sus preguntas con una paciencia que me sorprendió.
—Los detalles finales los podemos pulir esta noche—propuso David, mirándome directamente—. Si te parece, podríamos cenar en Il Mare. Es discreto, y podemos terminar de aclarar todo sin… distracciones.
Señaló con la cabeza el bar,donde Luciana, Rebeca y Lú aún nos observaban con curiosidad.
— Il Mare —repetí, impresionada. Era uno de los restaurantes más exclusivos de la costa, con estrellas Michelin y lista de espera de meses—. Claro, sí. Me parece bien.
—Pasaré por ti a las nueve —dijo, levantándose. Dio la mano a mi padre y a mi tío con respeto—. Señores, tienen mi palabra de que cuidaré de ella.
Cuando su auto deportivo desapareció por el camino, el bar estalló en un coro de preguntas y exclamaciones. Pero yo sólo podía pensar en una cosa: a las nueve, cenaría con David Ferrer. Y Nicolás… tenía que decírselo.
---
A las 8:55, David tocó el timbre. Llevaba un blazer oscuro sobre una camisa abierta y olía a bosque y sal marina. Yo había optado por un vestido sencillo que Susi me prestó, sintiéndome fuera de lugar incluso antes de salir.
—Lista —dije, tratando de sonar segura.
El trayecto fue en un silencio cómodo, roto sólo por sus explicaciones sobre la campaña. Il Mare era aún más imponente de lo que imaginaba: un santuario de madera pulida y cristal sobre el acantilado, con el mar rugiendo abajo.
El maître nos condujo a una mesa junto a la ventana, con vistas al infinito negro salpicado de espuma blanca. David pidió vino. Yo, agua. La conversación giró en torno a horarios, dietas, entrenadores… Todo era tan profesional, tan frío, que empecé a relajarme. Quizás me había equivocado. Quizás para él yo sólo era un producto, un proyecto.
— El desfile será en tres semanas —decía él, cuando un sonido familiar me hizo volver la cabeza hacia la entrada del restaurante.
Mi sangre se heló.
Allí estaba Nicolás. Con su mejor camisa, la que usaba para ocasiones especiales, pero con las mangas arremangadas y un delantal de cuero manchado de grasa sobre el pantalón. Traía una caja de herramientas. Iba directo hacia la cocina, hablando con un hombre de traje que parecía el encargado. Su abuelo era mecánico, pero también reparaba equipos de cocina industriales… y Il Mare era uno de sus clientes más importantes.
Nicolás alzó la vista en ese momento, escaneando el salón por costumbre. Y nos encontró.
Sus ojos se abrieron como platos. La incredulidad, luego el dolor, y finalmente una rabia feroz cruzaron su rostro en cuestión de segundos. Dejó la caja en el suelo con un golpe sordo y se dirigió a nuestra mesa.
— Alexa —dijo, y su voz temblaba de furia contenida—. ¿Ésta es la "reunión de trabajo"? ¿En el restaurante más caro de Río?
Me levanté, sintiendo que todas las miradas se clavaban en nosotros.
—Nico, por favor, no es lo que parece…
—¿Qué parece, Alexa? —espetó, señalando a David, que se había levantado con calma, midiendo la situación—. ¿Parece que tu jefe te lleva a cenar a la luz de las velas para hablar de contratos? ¡Por favor!
— Señor —intervino David, con una voz tranquila pero cargada de autoridad—. Esto no es el lugar.
—¡Cállate! —rugió Nico, volviéndose hacia él—. ¿Tú quién te crees que eres? ¿Llegas con tu dinero y tu portafolio de cuero y te crees que puedes comprar todo, ¿hasta a mi novia?
— Nico, ¡baja la voz! —supliqué, muerta de vergüenza.
—No —dijo David, fríamente, poniéndose frente a mí, casi de manera protectora—. Él tiene derecho a estar enfadado. Pero se equivoca en una cosa. No la estoy comprando. Le estoy ofreciendo una oportunidad que se merece. Algo que, al parecer, tú no puedes ver.
Fue la frase equivocada. La que convirtió la rabia en algo visceral. Nico dio un paso al frente, empujando a David contra la mesa. Las copas tintinearon.
—¡Yo la conozco mejor que tú! ¡Yo la quiero por lo que es, no por lo que puede sacar de ella para tus revistas!
La tensión era un cable a punto de romperse. El maître y dos camareros se acercaban rápidamente. Antes de que llegaran, David, con una fuerza sorprendente, sujetó a Nico por la muñeca y le habló al oído, tan bajo que sólo yo, que estaba a un palmo, pude oírlo:
—No la humilles más de lo que ya lo estás haciendo. Vete. Ahora.
Algo en la voz de David, en el peligro que destilaba, logró penetrar la furia de Nico. Lo soltó, mirándome a mí con una decepción que me partió el alma.
—Esto se acabó, Alexa —dijo, con una calma aterradora—. De verdad.
La tensión en el aire del restaurante Il Mare era tan espesa que se podía cortar con el cuchillo de postre que brillaba inútilmente frente a mí. Nicolás se había ido, dejando atrás un silencio cargado de decepción y un nudo de dolor en mi garganta que me impedía tragar. David pagó la cuenta con una frialdad profesional que me hizo sentir aún más pequeña, como un error costoso que debía ser liquidado rápidamente.
El viaje de vuelta en su auto fue un túnel de silencio. Sólo el suave rugido del motor llenaba el espacio entre nosotros. Las luces de la ciudad se deslizaban por la ventana como manchas de color sobre un lienzo negro, indiferentes a mi tormento interior.
— Lo siento —dijo David por fin, cuando el auto se detuvo frente a mi casa—. No era la forma en que debían enterarse.
Su voz sonó genuinamente apesadumbrada, y eso hizo que el nudo en mi garganta se apretara aún más.
— No es tu culpa —murmuré, las palabras saliendo como un suspiro roto—. Las cosas con Nico… ya venían mal.
Asintió, sus ojos verdes estudiándome en la penumbra del auto. Por un instante, creí ver algo más allá de la preocupación profesional: una chispa de comprensión, de empatía real. Pero lo atribuí a la luz tenue y a mi propio deseo de no sentirme completamente sola en aquel desastre.