Había algo en el aire esa noche que no podía explicar. Una mezcla entre la brisa suave que se colaba por las ventanas abiertas de la casa de Harry y la sensación de estar justo donde tenía que estar. La primavera tenía ese efecto: hacía que todo pareciera más vivo, más intenso, más posible.
Nos habíamos vuelto a juntar como tantas veces, un sábado cualquiera que ya se había vuelto tradición. Risas, música, algo de comida casera tirada por la mesa, vasos a medio llenar y el calor humano que siempre encontraba refugio en esa sala llena de guitarras, almohadones tirados y luces cálidas.
Sam estaba tirada en el sillón, hablando con Charlie sobre alguna banda nueva que había descubierto. Emily, como siempre, iba y venía entre todos, con esa energía que parecía no agotarse nunca. Y Harry… Harry estaba afinando su bajo, concentrado, aunque con una sonrisa escondida en la comisura de los labios.
Y después estaba Nick.
Sentado en el piso, cerca de mí, con las piernas cruzadas y los ojos brillando cada vez que alguien decía algo que lo hacía reír. Me había acostumbrado tanto a tenerlo cerca que, por momentos, me olvidaba de todo lo que eso implicaba. Pero esta noche..esta noche lo sentía más que nunca.
Había algo en sus silencios, en la manera en que me rozaba la mano sin querer —o queriendo demasiado—, que me apretaba el pecho. Algo estaba cambiando, y lo sabíamos.
Éramos todos, otra vez. Pero también éramos un montón de emociones flotando en el aire, esperando explotar.
Y lo que no se decía, igual se sentía.
El bullicio seguía en la sala, pero yo necesitaba aire. Me levanté sin decir mucho y fui hacia la cocina. No esperaba que alguien me siguiera, pero lo escuché detrás de mí, con esos pasos tranquilos que ya reconocía sin necesidad de mirar.
Nick se apoyó en el marco de la puerta, en silencio. Lo miré de reojo mientras abría la heladera, buscando algo que ni siquiera sabía qué era.
—¿Estás bien? —preguntó, con esa voz baja que usaba cuando era sincero.
Asentí, aunque no del todo convencida.
—Si, solo necesitaba un respiro —respondí, dejando que mis dedos juguetearan con el vaso entre las manos.
Él se acercó, despacio, como si no quisiera romper algo. Se paró a mi lado, tan cerca que sentí el calor de su brazo sin que me tocara.
—A veces te vas… —dijo, sin mirarme—. Estás aquí, pero te vas.
Tragué saliva. Me conocía más de lo que pensaba. Y eso, en parte, me daba miedo.
—Tengo miedo, Nick —confesé de golpe, sin pensarlo demasiado.
Se giró hacia mí, frunciendo apenas el ceño.
—¿De qué?
—De que esto termine. De que te vayas. De que un día me deje de importar todo esto... o peor, que a ti te deje de importar.
Hubo unos segundos de silencio. Me atreví a mirarlo. Tenía esa expresión que solo le había visto unas pocas veces: seria, intensa, como si procesara cada palabra para no decir cualquier cosa.
—No sé qué va a pasar después —dijo por fin, bajando la mirada por un segundo antes de volver a buscar la mía—. Pero hoy estoy aquí. Y tu también. Y me importás. Mucho más de lo que pensaba que alguien podría importarme otra vez.
Mi pecho se apretó. No respondí. Solo di un paso más, lo justo para que nuestras manos se tocaran.
Él entrelazó sus dedos con los míos. Sin apuro. Sin promesas. Solo presente.
Y eso, por ahora, me alcanzaba.
No dijimos nada más por unos minutos. Solo nos quedamos ahí, juntos, con los dedos entrelazados y ese silencio cómodo que se da entre dos personas que ya no necesitan demasiadas palabras. Nick me miraba como si estuviera leyéndome por completo, como si en mis gestos encontrara algo que valía la pena cuidar.
De repente, soltó mi mano con suavidad y tomó mi rostro entre las suyas. Sus dedos rozaron mis mejillas, mis sienes, mi cuello. Como si estuviera memorizando cada parte de mí.
—Te ves hermosa cuando estás así…—susurró.
Sentí que las piernas me temblaban un poco. Nunca antes alguien me había mirado así. Con esa mezcla de asombro y certeza. Como si acabara de descubrir algo inmenso.
—¿Así cómo? —pregunté en un hilo de voz.
—Así, como eres. Con miedo, con dudas… pero también con esa fuerza que no sabes que tienes. —Me regaló una sonrisa apenas perceptible—. Te juro, Olivia… me dan ganas de quedarme en ti.
Algo se rompió dentro de mí, pero no dolió. Fue como abrirme por primera vez y permitir que algo nuevo, cálido, entrara.
Se acercó despacio. No hubo prisa. Sus labios rozaron mi frente primero, luego mis mejillas, mis párpados cerrados… y finalmente mi boca. Pero no fue un beso impulsivo. Fue lento, lleno de significado. Como si con cada roce intentara decir algo que no se atrevía a poner en palabras.
Después me abrazó. Lo hizo con fuerza, con ternura, como si quisiera protegerme de todo. Su mano acariciaba mi espalda con una suavidad infinita, mientras la otra enredaba mechones de mi cabello entre sus dedos.
Cerré los ojos, apoyando mis labios en su cuello. Y en ese instante lo supe: él me estaba amando. De verdad. En esa cocina, con las luces tenues y la música lejana sonando desde el salón, alguien por fin me estaba amando como siempre soñé.