Los días antes de que Nick se fuera fueron como un remolino de momentos que no quería que se terminaran. Salimos a conocer cafés nuevos, esos lugares que él nunca había visto y que a mí me encantaba descubrir. Nos sentábamos, pedíamos algo rico, y nos quedábamos horas hablando de cualquier cosa, desde cosas profundas hasta tonterías que solo nosotros entendíamos.
Pasamos tardes enteras viendo mis películas favoritas: La La Land, con sus colores y esa música que te atraviesa el alma; Toy Story, que para mí siempre tuvo algo de magia y nostalgia; y un maratón de clásicos de Disney que me devolvieron a esos días de niña, cuando todo parecía posible.
En mi habitación, con las luces bajas y la música sonando, bailamos sin importarnos nada –siempre Burning love de Elvis–, riendo, torpes y felices. Esos momentos de música y movimiento me hicieron sentir que, aunque el tiempo se escapara, el presente era nuestro refugio.
Cada canción, cada abrazo, cada sonrisa quedó guardada en mí, como un tesoro que iba a llevar conmigo cuando él se fuera. Porque aunque la distancia iba a separarnos, sabía que esas memorias nos iban a mantener cerca, aunque fuera en el corazón.
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El aeropuerto estaba lleno de murmullos y luces que nunca terminaban de apagarse, pero para mí todo giraba en torno a Nick. Estábamos todos ahí: Sam, Charlie, Harry, Emily y yo. Habíamos compartido tantas cosas en estas semanas que la idea de que se fuera a Estados Unidos me apretaba el pecho.
Nick estaba ahí, con su mochila al hombro, con esa mezcla de nervios y emoción en los ojos que había aprendido a reconocer bien. Nos mirábamos sin palabras, porque en esos momentos, las palabras sobran.
Sam se acercó y le dio un abrazo fuerte, como diciéndole “cuidate”, mientras Charlie ponía una mano firme en su espalda, dándole fuerza. Harry y Emily intercambiaban miradas cómplices, sabiendo que esto era más que un viaje cualquiera.
Me acerqué a Nick, y sin poder contenerme, le tomé la cara con las manos, como queriendo memorizar cada detalle: sus hoyuelos cuando sonreía tímidamente, esa forma en la que su cabello caía un poco más largo de lo habitual, el brillo nervioso en sus ojos.
— Haras cosas increíbles, Nick — le dije con la voz quebrada pero segura—. Y yo voy a estar aquí, esperando todo lo que venga.
Él apretó mis manos, me abrazó fuerte y me susurró al oído:
— No quiero que esto sea un adiós, Olivia. Voy a volver, lo prometo.
Entonces, rozó sus labios con los míos en un beso suave, lleno de promesas y despedidas. Un beso que quedó grabado en mí, como un pacto silencioso de que esto no terminaba ahí.
El silencio se hizo más pesado cuando tuvo que alejarse, pero sabía que no era el fin. Que aunque la distancia se interpusiera, lo que sentíamos no se borraría con un simple vuelo.
Los chicos me rodearon, me dieron fuerzas, y en ese instante supe que no estaba sola. Que todos estábamos listos para lo que venía, aunque la espera doliera.
A veces me sentía como Matilda. Un poco fuera de lugar. Como si hubiese nacido en el sitio equivocado, en una historia donde no encajaba del todo. A veces me costaba entender por qué sentía tanto, por qué las cosas me afectaban más de lo que deberían. Me sentía sola, incomprendida… como si el mundo hablara un idioma que yo no terminaba de entender.
Pero un día, sin darme cuenta, construí algo distinto. Creé una familia. No de sangre, sino de esos lazos invisibles que atan fuerte el corazón. Charlie, Sam, Harry, Emily… y Nick. Sobre todo Nick. Con él, los silencios no pesaban. Las miradas hablaban. Y los abrazos eran casa.
Sentía que, al fin, estaba bien. Que no necesitaba más que eso: personas que me vieran como soy, que no me pidieran explicaciones por sentir demasiado. Que me cuidaran como si valiera la pena quedarse. Porque ahora lo sabía… lo valía.
Y aunque él se fuera, lo que dejó en mí no tenía boleto de regreso. Era amor. Del que transforma. Del que sana. Del que, una vez que aparece, no se olvida nunca.