El día del funeral de Emily fue tan gris como se sentía todo por dentro. Era sábado, hacía frío, y el cielo estaba completamente cubierto. El aire tenía ese silencio pesado que no se puede explicar, como si incluso el mundo supiera que algo muy valioso se había perdido.
Me desperté con el pecho apretado, con esa sensación amarga que te deja una pesadilla. Solo que no era una. Me vestí en silencio, con movimientos lentos, como si el tiempo se hubiera detenido. Mis padres decidieron acompañarme, y se los agradecí en silencio, porque no hubiera podido atravesar ese día sola.
Al llegar al cementerio, todo era dolor. No hacía falta decir nada. La gente estaba ahí, en silencio, algunos llorando, otros simplemente mirando al suelo. Vi a Nick, a Harry, a Sam y a Charlie. Estaban juntos, pero se los veía tan rotos como me sentía yo. Nos abrazamos sin hablar. El abrazo lo decía todo.
El ataúd era blanco y estaba cubierto de flores. Y aunque era hermoso, no dejaba de doler. Porque Emily no era un ataúd, no era ese momento. Emily era luz, era música, era una risa suave que te hacía sentir en casa. Era las canciones que compartíamos, las charlas tímidas que se volvían profundas, los gestos pequeños que te hacían sentir acompañada.
Su madre habló. Entre lágrimas, contó cómo Emily seguía escribiendo canciones aunque el dolor fuera insoportable. Cómo jamás se quejó, cómo lo único que quería era aprovechar el tiempo con nosotros. Yo quería hablar, pero no pude. Me temblaban las piernas. Solo me acerqué, y le dejé una carta. Una despedida escrita la noche anterior, con todo lo que no supe decirle en persona.
Cuando la lluvia empezó a caer, nadie se movió. Todos nos quedamos ahí, empapándonos, como si irnos fuera aceptar que se había ido. Como si alejarnos del lugar donde descansaba fuera dejarla ir por completo.
Ese día fue injusto. Injusto como lo había sido todo desde que supimos lo que le pasaba. Pero en medio del dolor, entendí que Emily se quedaba con nosotros. En nuestras memorias, en su música, en cada momento compartido. Aunque doliera, aunque el hueco fuera inmenso, el amor que nos dejó iba a quedarse para siempre.
Después del funeral, nadie quiso regresar a casa. No todavía. Todos sentíamos que, si nos separábamos, el vacío se volvería más insoportable. Fue Harry quien sugirió que fuésemos a su casa, que estuviésemos juntos un rato más. Nadie se opuso.
Llegamos sin decir demasiado. Estabamos todos: Nick, Sam, Charlie, Harry y yo. El silencio pesaba, pero de alguna forma no resultaba incómodo.
Cada uno se acomodó como pudo: algunos en el sofá, otros en el suelo. Afuera, la lluvia seguía cayendo, como si el día se negara a terminar.
Nadie tenía hambre, pero Harry preparó té para todos. Lo sirvió en silencio y se sentó junto a Nick. Yo estaba enfrente, sosteniendo mi taza caliente entre las manos, sin llegar a beber.
—No puedo creer que ya no esté —dijo Sam en voz baja, rompiendo el silencio.
—Yo tampoco —agregó Charlie—. Sigo esperando que suene el teléfono y sea ella, proponiendo alguna idea nueva para ensayar o cantar.
Nick permanecía callado. Sus ojos, enrojecidos, estaban clavados en su taza. Fue Harry quien volvió a hablar.
—Siempre fue la mejor de nosotros —dijo con dificultad—. Tenía una forma de hacerte sentir seguro, incluso cuando todo estaba mal.
Asentí sin decir nada. Sentía que si hablaba, iba a quebrarme.
—Yo no supe cuidarla —dijo Nick de pronto, con la voz entrecortada—. Estaba tan enfocado en mis propios problemas... y ella estaba sufriendo sola.
—No digas eso —le respondí con un hilo de voz—. Emily no quería que la cuidáramos. Quería que viviéramos. Eligió guardarse su dolor porque no quería que el miedo nos robara el tiempo que teníamos juntos. Y no lo hizo. Lo tuvimos. Tal vez poco, pero lo tuvimos.
Nick me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y si no fue suficiente?
—Para ella lo fue —respondí, con calma—. Estuvo con las personas que amaba. Contigo, con Harry, con todos nosotros. No puedes culparte por haberla querido.
El silencio que siguió fue distinto. No incómodo. Era un espacio necesario para procesar lo que sentíamos. Nadie tomó su teléfono, nadie cambió de tema. Solo estábamos ahí, compartiendo la tristeza y el cariño que nos unía.
Ese fue el primer momento en días en el que sentí, a pesar del dolor, que no estaba sola. Estábamos rotos, sí. Pero rotos juntos.