> Nací en Barcelona, en un barrio donde las calles siempre parecían demasiado estrechas para tanto sueño. Mi mamá y mi papá se separaron cuando yo tenía siete años, y aunque la casa nunca dejó de ser cálida, aprendí a lidiar con los vacíos. Mi padrastro llegó poco después, y con él, una mezcla de estabilidad y distancia que nunca supe cómo manejar del todo.
Siempre fui de casa, el típico chico que prefería un buen libro o una película antes que perderme en la noche con desconocidos. Mis amigos dicen que soy un romántico empedernido, y quizá tengan razón. Me gusta creer que hay algo más allá de las miradas y las palabras, algo que conecta a las personas, como si estuviéramos destinados a encontrarnos.
Escribir siempre fue mi escape. En mis cuadernos escondía lo que no podía decir en voz alta: mis miedos, mis deseos, y, más que nada, mis amores. Fue así como nació este libro, como una forma de entender lo que pasó, lo que sentí, y lo que aún me duele.
•CAPITULO l (parte ll)•
El aula estaba cargada de ese ruido típico de las mañanas: risas, murmullos y alguna que otra silla arrastrándose por el suelo. Yo estaba en mi sitio habitual, junto a la ventana, viendo cómo el sol jugaba con los tejados de los edificios de enfrente. Siempre me sentaba ahí, no porque me interesara la vista, sino porque prefería no estar demasiado cerca de nadie.
Entonces, entró él.
Adán.
Adán es todo lo que yo nunca fui: libre, desordenado y casi imposible de ignorar. Vive cada día como si fuera el último y no le teme a lo que piensen los demás. Tiene una sonrisa que parece hecha para romper corazones, y yo fui uno de los tantos.
No era la primera vez que lo veía. Ya lo había notado en los pasillos, en el recreo, incluso en las reuniones de clase. Pero ese día fue diferente. Había algo en su forma de caminar, en cómo llevaba la mochila colgada de un hombro, como si el mundo entero le perteneciera. Y quizás le pertenecía.
Se sentó al otro lado del aula, rodeado de gente que parecía reírse con él aunque no hubiera dicho nada gracioso. Yo seguí con mi cuaderno, fingiendo que tomaba apuntes mientras lo observaba de reojo. Era imposible no hacerlo: su cabello despeinado, sus manos que parecían no saber qué hacer cuando no estaban gesticulando, y esa risa... Esa risa que parecía resonar más fuerte que cualquier otra cosa en la sala.
—¿Le conoces? —me susurró Alya, que estaba sentada detrás de mí.
Alya:
Mi mejor amiga, mi confidente y la única persona que sabe absolutamente todo sobre mí. Alya es divertida, directa y siempre tiene la palabra justa, aunque a veces duela escucharla.
Negué con la cabeza, pero creo que mi cara me delató.
—Pues te aviso: es un lío andante. De esos que mejor evitar —añadió con una sonrisa pícara.
No respondí. No hacía falta. Ya lo sabía. Solo hacía falta mirarle para darse cuenta de que Adán era el tipo de persona que podía destrozarte con una sonrisa y que, aun así, volverías a buscarla.
La primera vez que hablamos fue días después. Fue en la biblioteca, de todos los sitios posibles. Estaba buscando un libro para un trabajo de literatura cuando oí su voz.
—¿Ese es bueno? —preguntó, señalando el ejemplar que tenía en la mano.
Me volví hacia él, sorprendido. Nunca había esperado que Adán, el chico que parecía tener a todo el mundo a sus pies, me dirigiera la palabra.
—Eh... Creo que sí. Es para un trabajo de clase —respondí, sintiéndome idiota.
Él sonrió, y juro que en ese momento se me olvidaron todas las palabras que había aprendido en mi vida.
—Entonces no lo quiero. Odio los libros que mandan para clase —dijo, riéndose mientras se inclinaba sobre la estantería.
Me reí también, aunque no estaba seguro de por qué. Era fácil reírse con él. Como si todo lo demás dejara de importar.
Pasamos los siguientes diez minutos hablando, aunque para mí parecieron segundos. Su forma de hablar, su manera de mirar directamente a los ojos como si estuviera intentando descifrarte... Era desconcertante, pero adictivo.
Cuando me di cuenta, me estaba preguntando algo.
—¿Entonces te mola esto de escribir? —dijo, señalando mi cuaderno que había dejado sobre la mesa.
Asentí, sintiendo un leve rubor en las mejillas.
—Sí, supongo que es lo único que hago bien —contesté con una media sonrisa.
Adán me miró, como si estuviera evaluando algo. Y entonces, lo dijo:
—Tienes pinta de ser de los que guardan secretos en los bolsillos. Me gusta eso.
No supe qué responder. Nadie me había dicho algo así antes. Pero esa frase, esa maldita frase, se quedó grabada en mi cabeza durante días.
Y así fue como empezó todo.