Volver a la rutina después de aquella conversación en la biblioteca fue imposible. Cada vez que veía a Adán en clase, sentía que sus ojos podían encontrarme entre la multitud, aunque nunca me mirara directamente. Era como si todo lo que hacía, incluso las cosas más insignificantes, tuviera una intención oculta, un mensaje que solo yo podía descifrar.
—¿Has hablado con él otra vez? —preguntó Alya mientras compartíamos una bolsa de galletas en el patio.
—No... Bueno, sí. Me dijo hola esta mañana. —Intenté sonar indiferente, pero Alya me conocía demasiado bien.
—Cuidado, Ale. Es de esos que te hacen creer que eres especial y luego... bueno, ya sabes.
No contesté. Tal vez tenía razón, pero había algo en Adán que me hacía querer arriesgarme.
Esa tarde, lo encontré fuera de la biblioteca, apoyado contra la pared con su móvil en la mano. Al verme, levantó la mirada y sonrió.
—Ale el escritor. ¿Vienes a buscar inspiración? —dijo con esa media sonrisa que parecía estar siempre ahí.
—O algo así —respondí, deteniéndome frente a él.
—¿Te apetece dar una vuelta? —preguntó, guardando el móvil en el bolsillo de su chaqueta.
No supe qué decir. ¿Por qué me estaba invitando a salir? ¿Y por qué parecía tan natural, como si lo hiciéramos todos los días? Antes de que pudiera responder, él ya estaba caminando hacia la salida.
—Venga, no te quedes ahí parado.
Lo seguí, sintiendo cómo la adrenalina comenzaba a recorrerme el cuerpo. Caminamos sin rumbo por las calles de Barcelona, hablando de todo y de nada a la vez. Me contó que odiaba las mañanas, que siempre había querido aprender a tocar la guitarra pero nunca tenía tiempo, y que su sitio favorito de la ciudad era el Bunker del Carmel, donde podías ver toda Barcelona extendiéndose como un mapa vivo.
—¿Y tú? —preguntó de repente, deteniéndose para mirarme. —¿Qué te gusta hacer cuando nadie está mirando?
La pregunta me pilló por sorpresa. Nadie me había preguntado algo así antes.
—Escribir —contesté, casi en un susurro.
—Eso ya lo sabía. Pero quiero saber más. ¿Qué escribes? ¿Sobre qué?
Tragué saliva, sintiéndome expuesto.
—Historias. Cosas que pienso, que siento... No sé, nada demasiado interesante.
Adán se rió, pero no de mí, sino de algo que parecía estar ocurriendo en su propia cabeza.
—Eres un misterio, Ale. Me gusta eso.
Seguimos caminando hasta que llegamos a un parque. Nos sentamos en un banco, y él sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo.
—¿Quieres? —preguntó, ofreciéndome uno.
—No, gracias.
—Sabía que ibas a decir eso.
Encendió un cigarro y, por un momento, nos quedamos en silencio. El humo se mezclaba con el aire frío de la tarde, y la luz del sol empezaba a teñirse de naranja. Fue entonces cuando lo dijo, sin previo aviso, como si fuera lo más natural del mundo.
—¿Te molan los chicos?
Me quedé helado. Mi corazón empezó a latir tan rápido que pensé que él podría oírlo.
—¿Por qué preguntas eso? —respondí, intentando sonar calmado.
Adán me miró, y en sus ojos había algo que no pude descifrar.
—Porque a mí sí.
El tiempo pareció detenerse. No supe qué decir, qué hacer, cómo reaccionar. Solo podía mirarle, intentando entender qué significaban esas palabras.
—Y creo que tú también.
Esa frase lo cambió todo.