Aquel jueves

CAPITULO lll

—Creo que tú también.

Esa frase siguió resonando en mi cabeza incluso mucho después de que Adán apagara el cigarro y el silencio volviera a ocupar el espacio entre nosotros. No me atreví a mirarle directamente, y él tampoco dijo nada más. Era como si hubiera lanzado esa verdad al aire y ahora estuviera esperando a ver qué haría yo con ella.

—No sé de qué hablas —mentí, aunque mi voz me traicionó.

Adán sonrió, pero no de una forma burlona. Fue una sonrisa tranquila, casi como si hubiera esperado esa respuesta.

—Tranquilo. No tienes que decirme nada. Pero lo pensé, y quería decírtelo.

Volvió a apoyarse en el banco, mirando hacia el cielo que empezaba a oscurecerse. Parecía tan cómodo, tan seguro de sí mismo, mientras yo sentía que estaba a punto de desmoronarme.

Esa noche apenas dormí. Cada vez que cerraba los ojos, veía su cara, o recordaba sus palabras, o imaginaba todas las cosas que podría haber dicho y no dije. Había algo en él que me descolocaba, algo que me hacía querer estar más cerca y al mismo tiempo huir lo más lejos posible.

Al día siguiente, en clase, todo seguía igual. Adán llegó tarde, como siempre, y se dejó caer en su sitio como si nada importara. Ni siquiera me miró. Durante toda la mañana, me debatí entre el alivio y la frustración, preguntándome si realmente había pasado lo del día anterior o si lo había soñado.

Pero en el recreo, mientras estaba con Alya, sentí una mano en mi hombro.

—¿Vamos al parque después de clase? —dijo Adán, como si fuera lo más normal del mundo.

—Eh... Claro —respondí, sin saber muy bien qué más decir.

Alya me miró con una ceja levantada, pero no dijo nada hasta que él se alejó.

—¿Qué pasa entre vosotros dos? —preguntó, cruzándose de brazos.

—Nada. No pasa nada.

—Ajá. Y yo nací ayer.

No insistió, pero su mirada decía más de mil palabras.

Cuando finalmente llegó la tarde, lo encontré esperándome fuera del instituto. Llevaba una sudadera con capucha y los auriculares colgando del cuello. Me saludó con un gesto de la mano y empezamos a caminar en silencio.

—¿Siempre estás tan callado? —preguntó de repente.

—No... Bueno, supongo que sí.

—Está bien. A veces me cansa la gente que no para de hablar.

Me sorprendió lo fácil que era estar con él, incluso sin hablar demasiado. Caminamos hasta un parque cerca del río y nos sentamos en el césped. El sol estaba empezando a bajar, y la luz dorada hacía que todo pareciera más suave, más fácil de soportar.

—¿Por qué me dijiste eso ayer? —pregunté finalmente, rompiendo el silencio.

Adán se encogió de hombros.

—Porque quería que lo supieras. No sé... Me pareciste a alguien en quien podía confiar.

—No nos conocemos tanto —dije, aunque en realidad no estaba tan seguro de eso.

—A veces no hace falta conocer a alguien de toda la vida para saber que puedes confiar en él.

Sus palabras me dejaron sin respuesta. Había algo en su forma de ser, en su manera de mirar el mundo, que me desarmaba por completo.

Pasamos el resto de la tarde allí, hablando de cosas que parecían no tener importancia pero que, de alguna manera, sí la tenían. Me contó sobre su infancia, sobre cómo siempre había sentido que no encajaba del todo, y yo le conté cosas sobre mi familia, sobre cómo me refugiaba en los libros y en las palabras.

Cuando finalmente nos despedimos, me di cuenta de que algo había cambiado. No sabía exactamente qué, pero lo sentía. Y supe, en ese momento, que estaba entrando en un terreno peligroso.

Porque con Adán, nada parecía ser simple.




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