Esa noche no la pude olvidar. No era solo por Adán y la forma en que parecía encajar en cada lugar al que iba, como si fuera parte del paisaje. Era por cómo me hizo sentir, como si yo fuera una pieza más de su colección, algo que podía coger y dejar según le apeteciera.
El lunes siguiente, en clase, todo parecía normal. Adán llegó tarde, como siempre, con el cabello alborotado y una sonrisa que no decía nada pero lo decía todo. Yo intenté concentrarme en el profesor, en los ejercicios, en cualquier cosa que no fuera él.
—¿Qué haces esta tarde? —me preguntó en el descanso, inclinándose sobre mi mesa.
—Nada.
—Perfecto. Vente a mi casa.
No esperaba esa invitación, y menos después de cómo me había sentido en el bar. Pero, como siempre, no pude decirle que no.
Cuando llegué a su casa, me sorprendió lo desordenado que estaba todo. Había ropa tirada por el suelo, platos apilados en el fregadero y una pila de libros abiertos sobre la mesa del comedor.
—Perdona el desastre —dijo, tirándose en el sofá como si no le importara en absoluto.
—No pasa nada.
—¿Quieres algo de beber?
Asentí, y él desapareció en la cocina. Mientras esperaba, eché un vistazo a su alrededor. Había fotos en las paredes, la mayoría de ellas de su infancia. En una, estaba con un perro grande y peludo que parecía abrazarlo. En otra, estaba en la playa, con una sonrisa que iluminaba toda la imagen.
—Esa la tomó mi madre —dijo Adán, apareciendo de repente con dos latas de refresco.
—Pareces feliz.
—Lo era.
No dijo nada más, y yo no quise presionar. Nos sentamos en el sofá, hablando de cosas triviales, hasta que de repente sacó un cuaderno y lo dejó caer en mis manos.
—Quiero que leas esto.
Abrí el cuaderno con cuidado, sintiendo su mirada fija en mí. Era un conjunto de dibujos, garabatos y pequeñas frases escritas con letra desordenada. Algunas eran profundas, otras simplemente caóticas.
—¿Lo escribiste tú?
—Sí. Es una mierda, pero me ayuda.
—No es una mierda. Es... intenso.
Adán se encogió de hombros, como si no le importara mi opinión, pero había algo en su expresión que me decía lo contrario.
Pasamos horas así, hablando de lo que había escrito, de lo que significaba. Me di cuenta de que había un lado de Adán que nunca mostraba a nadie, un lado vulnerable que escondía detrás de su fachada de chico seguro de sí mismo. Y cuanto más lo conocía, más difícil me resultaba mantener las distancias.
Cuando finalmente me fui, ya era de noche. Caminé hasta mi casa con una sensación extraña en el pecho, como si algo dentro de mí hubiera cambiado.
Adán tenía una forma de meterse bajo tu piel, de hacerse un lugar en tu mente sin que te dieras cuenta. Y yo, sin saber cómo ni cuándo, ya había empezado a caer.