Aquel jueves

CAPITULO lX

Los días que siguieron fueron una mezcla de silencio y caos. Adán y yo dejamos de hablar. Su ausencia era un vacío que se sentía en cada rincón de mi vida. Me evitaba en los pasillos, en las clases, incluso en las redes sociales. Y, aunque parte de mí quería ir a buscarlo, otra parte, la más herida, me decía que debía mantenerme firme.

Alya fue quien me sacó del pozo en el que me hundía.

—No puedes quedarte así, Ale.

—¿Cómo se supone que esté, Alya? Me siento como una mierda.

—Pues no deberías. Si él te hizo esto, es problema suyo, no tuyo.

Quería creerle, pero era difícil cuando cada rincón de mi mente estaba lleno de recuerdos de Adán: su risa, su mirada, las noches en que parecía que nada podía separarnos.

Pero lo que más me dolía era saber que Daiana había ganado.

Un par de semanas después, Daiana apareció en la cafetería donde solíamos reunirnos con los compañeros. Estaba con un grupo, como siempre, riendo y hablando como si el mundo girara a su alrededor. Pero cuando me vio, algo en su expresión cambió.

—Ale, ¿puedo hablar contigo un momento?

—No tengo nada que decirte.

—Por favor.

Su tono era diferente, más suave, casi... arrepentido. Dudé por un instante, pero al final cedí. La seguí hasta una de las mesas del fondo, lejos de los demás.

—¿Qué quieres? —pregunté, cruzándome de brazos.

—Sé que me odias.

—Pues sí, lo hago.

Daiana tragó saliva, como si mis palabras la hubieran herido.

—No quería que todo terminara así.

—¿Y cómo querías que terminara, Daiana? ¿Conmigo feliz viendo cómo me robas a Adán?

Ella bajó la mirada, y por un instante pareció vulnerable, algo que jamás había visto en ella.

—Nunca quise que te hiciera daño.

—Pues lo hiciste.

Su silencio fue suficiente para dar por terminada la conversación. Me levanté y me fui, dejando atrás a Daiana y toda la confusión que traía consigo.

Esa noche, sin embargo, recibí un mensaje inesperado. Era de los padres de Adán.

"Alejandro, nos gustaría hablar contigo. ¿Podrías pasarte por casa mañana por la tarde?"

No sabía qué esperar. Mis únicos encuentros con ellos habían sido breves y cordiales, lo justo para no parecer demasiado entrometido. Pero esa invitación, después de todo lo que había pasado, no podía ser una coincidencia.

Al día siguiente, me planté frente a la casa de Adán con el corazón en un puño. Su madre me abrió la puerta, y su sonrisa, aunque cálida, no logró calmar mis nervios.

—Gracias por venir, Alejandro. Pasa, por favor.

El padre de Adán estaba sentado en el salón, con una expresión seria que me puso aún más tenso.

—Queríamos hablar contigo sobre Adán —dijo, y su tono era más directo de lo que esperaba.

—¿Está bien? —pregunté, aunque no estaba seguro de querer saber la respuesta.

—No lo está. Y creemos que tú eres la única persona que puede ayudarle.

Sus palabras me dejaron sin aliento. ¿Yo? ¿Ayudarle? Después de todo lo que había pasado, ¿cómo se suponía que debía hacerlo?

Esa noche no pude dormir. Las palabras de los padres de Adán se repetían en mi mente. "No está bien." Pero, ¿qué significaba eso exactamente?

No pasó mucho tiempo antes de que el propio Adán apareciera. Fue en el parque donde solíamos encontrarnos, como si el destino nos hubiera empujado de nuevo al mismo lugar.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, intentando sonar más firme de lo que realmente me sentía.

—Tenía que verte.

—¿Por qué? ¿Para mentirme de nuevo?

—No. Para pedirte perdón.

Su voz era baja, casi un susurro, pero había algo en ella que me desarmó. Por más que intenté mantenerme frío, mi corazón, siempre tan idiota, comenzó a ablandarse.

—No sé si puedo perdonarte, Adán.

—No espero que lo hagas. Solo... quería que supieras que lo siento.

El silencio se extendió entre nosotros, cargado de todo lo que no se decía.

—¿Por qué Daiana? —pregunté finalmente, con la voz quebrada.

—Porque es fácil. Porque no tengo que sentir con ella lo que siento contigo.

Sus palabras fueron como un puñal.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Porque aunque no lo merezca, no puedo dejar de pensar en ti.

Adán se acercó un paso, y aunque quise retroceder, mi cuerpo no me obedeció.

—Sé que te he fallado, Ale. Sé que lo arruiné. Pero... si me das otra oportunidad, juro que esta vez será diferente.

Quise gritarle, empujarlo, decirle que se fuera. Pero en su mirada había algo que me decía que, por primera vez, estaba siendo sincero.




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