Los días siguientes a ese encuentro con Adán fueron un remolino de emociones. Por un lado, mi cabeza gritaba que debía mantenerme lejos, que no podía permitirle volver a lastimarme. Pero, por otro lado, mi corazón seguía latiendo al ritmo de su presencia, incapaz de ignorar la conexión que aún existía entre nosotros.
Alya no tardó en enterarse.
—¿Otra vez con él? —me dijo, cruzada de brazos en la cafetería—. Ale, cariño, no puedes seguir cayendo en lo mismo.
—No es tan sencillo, Alya.
—Claro que lo es. Es tan sencillo como elegirte a ti en lugar de a él.
La conversación quedó inconclusa porque, justo en ese momento, Adán entró por la puerta. Sus ojos buscaron los míos como si fuese lo único que le importaba en el mundo. Y, por más que intenté evitarlo, el nudo en mi garganta me recordó que no podía fingir indiferencia.
Esa tarde, me llevó a su lugar favorito: una cala escondida a las afueras de Barcelona. El mar rompía contra las rocas, llenando el aire con ese olor a sal que siempre me relajaba.
—¿Por qué me trajiste aquí? —le pregunté, mientras nos sentábamos en la arena.
—Porque necesito que entiendas algo, Ale.
Me giré para mirarle. Había una seriedad en su rostro que no había visto antes.
—Sé que he sido un desastre. Que he cometido errores, y que probablemente no merezco otra oportunidad. Pero también sé que eres lo mejor que me ha pasado, y no puedo seguir sin intentar arreglar las cosas.
Sus palabras me atravesaron como un rayo. Quería creerle, quería dejarme llevar por esa sinceridad que parecía brillar en sus ojos. Pero todavía dolía.
—¿Cómo sé que no me romperás otra vez? —pregunté, con la voz quebrada.
Adán se acercó, tomando mi mano entre las suyas.
—Porque no podría soportarlo.
El silencio entre nosotros fue interrumpido solo por el sonido de las olas. Y, antes de darme cuenta, sus labios estaban sobre los míos. Fue un beso lento, profundo, cargado de emociones que no necesitaban palabras para ser entendidas.
Esa noche fue diferente. No volvimos a casa después de la cala. En lugar de eso, me llevó a un pequeño apartamento que él había alquilado en secreto, su refugio del mundo.
—Quiero que sea nuestro lugar, Ale.
—¿Nuestro?
—Sí. Un lugar donde podamos ser nosotros mismos, sin que nadie se meta.
El ambiente cambió. Había una tensión entre nosotros que iba más allá de las palabras. Adán se acercó, y su mano acarició mi mejilla con una ternura que hizo que mi corazón se acelerara.
—No tienes que hacer nada que no quieras —me dijo, mirándome a los ojos.
Pero yo quería.
Las horas siguientes fueron un torbellino de emociones y sensaciones. Cada caricia, cada beso, cada susurro quedaba grabado en mi piel como si fuese parte de mí. Fue la primera vez que me sentí completamente vulnerable con alguien, y aunque me asustaba, también era la experiencia más hermosa que había vivido.
Cuando todo terminó, nos quedamos abrazados en el pequeño sofá del apartamento, envueltos en una manta que apenas cubría nuestras piernas.
—¿Crees que esto puede durar? —le pregunté, rompiendo el silencio.
—Si depende de mí, no dejaré que se acabe.
Sus palabras me hicieron sonreír, aunque una parte de mí seguía temiendo que todo se desmoronara. Pero, por esa noche, decidí dejar de lado las dudas y permitirme creer en nosotros.