El apartamento se había convertido en nuestro refugio, un espacio donde podíamos ser nosotros mismos, lejos de las miradas que nos juzgaban o las voces que nos cuestionaban. Pero incluso allí, en la calma de esas paredes, las inseguridades seguían rondando.
Adán tenía días en los que parecía estar completamente presente, entregado a la relación que apenas comenzábamos a construir. Pero también tenía momentos en los que se apartaba, como si el peso de su propio pasado lo arrastrara a un lugar al que yo no podía seguirle.
—¿Qué pasa por tu cabeza? —le pregunté una tarde, mientras estábamos tumbados en el sofá, compartiendo un silencio cómodo pero cargado de preguntas.
—Tú —respondió sin dudar.
Me giré para mirarle, buscando señales de que hablaba en serio. Sus ojos se encontraron con los míos, y por un momento, todo lo demás desapareció.
—No quiero que dudes de mí, Ale.
—No dudo de lo que dices —le respondí—. Dudo de que te lo creas tú mismo.
Adán suspiró y me abrazó con fuerza.
—Estoy intentando ser mejor para ti.
No supe qué responder, así que simplemente me dejé llevar por su calidez. Quizás no tenía todas las respuestas, pero por ahora, bastaba con tenernos el uno al otro.
Las semanas siguientes fueron un vaivén entre lo sublime y lo complicado. Pasábamos horas juntos, explorando rincones de Barcelona, compartiendo secretos que jamás habíamos contado a nadie. Sin embargo, la idea de hacer pública nuestra relación seguía siendo un tema delicado.
—No es que no quiera que lo sepan —me dijo una noche, mientras cenábamos en el pequeño apartamento—. Es que no sé cómo reaccionarán.
—No podemos vivir con miedo, Adán.
—Lo sé, pero... ¿y si perdemos más de lo que ganamos?
Sus palabras me dolieron, pero intenté no mostrarlo.
Todo cambió el día que Ana, Lucía y Pablo entraron en escena.
Los tres eran compañeros de aula, pero hasta entonces solo habíamos tenido interacciones casuales. Sin embargo, un proyecto en grupo nos obligó a pasar más tiempo juntos, y antes de darme cuenta, se habían convertido en una presencia constante en mi vida.
Adán, por su parte, los aceptó con cierta cautela, aunque su instinto protector parecía activarse cada vez que Pablo se acercaba demasiado a mí.
—¿Crees que sospechan? —le pregunté un día, después de una tarde de trabajo con ellos.
—Si no lo hacen ahora, lo harán pronto —respondió con una sonrisa torcida.
La oportunidad de sincerarnos llegó antes de lo que esperaba. Una noche, mientras estábamos todos en mi casa trabajando en el proyecto, Ana lanzó la pregunta que nadie se atrevía a hacer.
—¿Vosotros dos sois algo más que amigos?
El silencio que siguió fue insoportable.
—¿Por qué lo preguntas? —intentó desviar Adán, pero su tono nervioso lo delató.
—No hace falta que lo nieguen —dijo Lucía con una sonrisa—. Se nota a kilómetros.
—¿Se lo diréis a alguien? —pregunté, intentando ocultar mi ansiedad.
—¿Por quién nos tomas? —respondió Pablo—. Somos tus amigos, no tus enemigos.
El alivio que sentí en ese momento fue indescriptible. Por primera vez, no estábamos solos.
Los días que siguieron fueron los más felices que había tenido en mucho tiempo. Ana, Lucía y Pablo se convirtieron en cómplices de nuestra relación, ayudándonos a mantener las apariencias mientras nos daban el espacio para ser nosotros mismos.
Sin embargo, no todo era perfecto. Álvaro, que había sido un amigo cercano durante años, empezó a comportarse de forma extraña. Sus comentarios hacia Adán se volvían cada vez más mordaces, y no perdía oportunidad de hacerme saber lo que pensaba de nuestra "amistad".
—No me gusta cómo te mira —me dijo Adán una noche, después de que Álvaro pasara por mi casa sin avisar.
—Es Álvaro. Siempre ha sido así.
—No, Ale. Esto es diferente.
Quise creer que Adán estaba exagerando, pero en el fondo, sabía que había algo de verdad en sus palabras.
El terreno estaba sembrado de emociones intensas y conflictos latentes. Las piezas empezaban a moverse, y aunque intentábamos mantener la calma, el reloj parecía estar en nuestra contra.