Aquel jueves

CAPITULO Xlll

El aula estaba llena de susurros. Era un día cualquiera, pero la tensión en el aire hacía que todo pareciera distinto. Desde que Adán y yo decidimos llevar nuestra relación al siguiente nivel, los momentos de tranquilidad habían sido pocos. Y ahora, con Ana, Lucía y Pablo como nuestros cómplices, parecía que nos adentramos en un juego mucho más arriesgado.

Ana fue la primera en hablar.

—No entiendo por qué lo escondéis tanto. No estáis haciendo nada malo.

Adán, que estaba sentado junto a mí, soltó una risa sarcástica.

—¿Has visto cómo Álvaro nos mira últimamente? No necesito más motivos.

Lucía asintió.

—Adán tiene razón. Álvaro está actuando raro, y no quiero ni imaginar lo que podría hacer si supiera la verdad.

Pablo, que había estado en silencio hasta ahora, se inclinó hacia adelante.

—Deberíamos hacer algo. No podemos dejar que Álvaro os haga la vida imposible.

Sus palabras quedaron flotando en el aire. Era un buen plan, en teoría, pero la realidad era mucho más complicada.

Esa tarde, después de clase, decidimos reunirnos en el parque. Había algo reconfortante en estar rodeados de naturaleza, lejos de las miradas indiscretas del instituto.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Ana, rompiendo el silencio.

Adán miró a Pablo con una mezcla de desconfianza y agradecimiento.

—Lo único que quiero es que nos dejen en paz.

—Eso lo podemos arreglar —dijo Pablo, con una sonrisa que no supe interpretar del todo.

—¿Qué tienes en mente? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.

Pablo explicó su plan: hablar con Álvaro directamente, hacerle entender que su actitud era inaceptable. Ana y Lucía apoyaron la idea, pero Adán y yo no estábamos tan convencidos.

—¿Y si lo empeora? —pregunté.

—No puede empeorar mucho más, Ale —dijo Ana, poniéndome una mano en el hombro.

Esa noche, mientras caminaba de vuelta a casa, no podía dejar de pensar en lo que había dicho Pablo. Por un lado, quería creer que enfrentarnos a Álvaro sería la solución, pero por otro, tenía la sensación de que solo estábamos encendiendo una mecha que podía explotar en cualquier momento.

Adán me llamó cuando llegué a casa.

—¿Estás bien? —preguntó, su voz suave al otro lado de la línea.

—No lo sé. Todo esto me está superando.

—Lo sé, Ale. Pero te prometo que vamos a salir de esta.

Quería creerle, pero una parte de mí sabía que las cosas solo iban a ponerse más difíciles.

Al día siguiente trajo consigo una sorpresa inesperada. Álvaro no estaba en clase, y aunque intenté ignorarlo, no pude evitar sentir una mezcla de alivio y preocupación. Ana, Lucía y Pablo parecían igual de desconcertados, pero ninguno de nosotros dijo nada.

Fue durante el almuerzo cuando Lucía rompió el silencio.

—He oído que Álvaro se ha metido en un lío.

—¿Qué tipo de lío? —preguntó Adán, con una nota de interés en su voz.

Lucía bajó la voz, como si temiera que alguien pudiera escucharla.

—No lo sé exactamente, pero parece que tiene algo que ver con lo que pasó ayer.

Pablo se quedó en silencio, y por un momento, pensé que sabía más de lo que estaba dispuesto a decir.

La semana continuó con la misma intensidad, pero algo en el ambiente había cambiado. Aunque Álvaro seguía sin aparecer, su presencia se sentía como una sombra que nos seguía a todas partes.

Por primera vez en mucho tiempo, Adán y yo pudimos disfrutar de nuestra relación sin sentirnos observados. Pasamos horas hablando, riendo y descubriendo partes de nosotros mismos que antes habíamos mantenido ocultas.

Esa noche, mientras estábamos en su habitación, Adán me miró con una intensidad que me dejó sin aliento.

—No importa lo que pase, Ale. Estoy contigo.

Sus palabras eran un consuelo, pero también una promesa que sabía que sería difícil de cumplir.




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