Aquel jueves

CAPITULO XlV

Las semanas habían pasado con una mezcla de emociones, como un huracán que arrasaba con todo a su paso. Adán y yo habíamos encontrado un equilibrio frágil, pero la presencia de Daiana seguía siendo como una espina en el costado. Cada vez que ella se acercaba a él, sentía cómo el resentimiento crecía dentro de mí.

Pero no todo era malo. Fue en uno de esos días en el instituto cuando Ana, Lucía y Pablo comenzaron a formar parte de nuestra pequeña burbuja. Ana era de esas personas que no necesitaban permiso para entrar en tu vida. Su energía era contagiosa, y su risa siempre lograba desarmar cualquier tensión.

—Ale, te noto apagado últimamente. ¿Qué pasa? —me preguntó un día en el patio, sentándose a mi lado como si nos conociéramos de toda la vida.

Lucía era diferente. Más callada, más observadora, pero con un sentido del humor seco que aparecía en el momento justo. Fue ella quien notó la forma en que mis ojos seguían a Adán cuando él no se daba cuenta.

—Eres obvio, ¿lo sabes? —dijo con una sonrisa mientras apoyaba su barbilla en la mano.

Pablo, por su parte, era el equilibrio entre ambos. Siempre con una broma lista, pero también con una empatía que a veces me desarmaba. Fue él quien un día se quedó después de clase para hablar conmigo.

—Mira, no sé qué pasa exactamente entre tú y Adán, pero quiero que sepas que, si necesitas algo, aquí estoy.

Su sinceridad me tomó por sorpresa, pero también me alivió. No estaba acostumbrado a que la gente se preocupara por mí de esa forma.

Fue durante un descanso, mientras estábamos todos reunidos en el parque, que finalmente decidí contarles. No todo, pero lo suficiente para que entendieran.

—Estamos juntos —dije de golpe, mi voz apenas un susurro.

Ana fue la primera en reaccionar, soltando un grito ahogado antes de abrazarme.

—¡Lo sabía! —exclamó, riendo.

Lucía sonrió, como si no fuera ninguna sorpresa.

—Ya era hora de que lo admitieras.

Pablo simplemente me dio una palmada en la espalda.

—Me alegro por ti, tío. De verdad.

Adán, que había estado sentado a mi lado durante toda la conversación, me miró con una mezcla de orgullo y alivio.

—Gracias por aceptarnos —dijo, y aunque sus palabras eran simples, la emoción en su voz lo decía todo.

A partir de ese momento, los cinco nos volvimos inseparables. Ellos fueron nuestro refugio, las únicas personas que sabían de nuestra relación y que nos apoyaban sin reservas.

Pero mientras nuestro círculo de confianza crecía, también lo hacía la sombra de Álvaro. Aunque seguía ausente, su influencia se sentía en pequeños detalles: miradas furtivas, comentarios susurrados. Sabía que no iba a quedarse al margen por mucho tiempo.

Mientras caminábamos juntos hacia casa una tarde, Adán me tomó de la mano.

—No importa lo que pase, Ale. Estamos juntos en esto, ¿vale?

Asentí, aunque una parte de mí no podía evitar preguntarse cuánto tiempo más podríamos mantener esta felicidad antes de que algo, o alguien, intentara destruirlo.




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