El ambiente había cambiado, y aunque Adán y yo intentábamos mantener la normalidad, algo se sentía fuera de lugar. Daiana no dejaba de buscarlo en cada oportunidad, y Álvaro... bueno, Álvaro cada vez parecía más incómodo cuando estábamos juntos. Las miradas que me lanzaba iban de la incomodidad al reproche, y aunque intentaba ignorarlo, era imposible.
Era viernes por la tarde, y Ana, Lucía, Pablo, Adán y yo habíamos decidido ir a un parque a pasar el rato. El plan era sencillo: desconectar del estrés del instituto, jugar al fútbol y reírnos de las tonterías de Pablo.
Estábamos sentados en círculo en el césped, compartiendo unas patatas fritas, cuando Álvaro apareció de repente. Su llegada fue como una ráfaga de aire frío.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Pablo, frunciendo el ceño.
—Pasaba por aquí —respondió Álvaro con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. ¿Os molesta que me quede un rato?
Nadie dijo nada, pero su presencia hizo que el ambiente se tensara. Durante un rato intentamos seguir con la conversación, pero Álvaro no dejaba de mirar a Adán, como si estuviera analizando cada uno de sus movimientos.
—¿Te pasa algo? —preguntó Adán finalmente, incapaz de ignorarlo más.
—¿A mí? No, nada —respondió Álvaro, aunque su tono decía lo contrario—. Solo me pregunto cuánto durará todo esto.
—¿A qué te refieres? —insistí, sintiendo cómo la sangre empezaba a hervirme.
Álvaro me miró directamente, y en sus ojos había algo que no reconocí, algo oscuro.
—A vosotros.
Antes de que pudiera responder, Lucía intervino.
—Álvaro, si no tienes nada bueno que decir, mejor cállate.
Por primera vez, Álvaro desvió la mirada, pero el daño ya estaba hecho. Adán me apretó la mano con fuerza, intentando tranquilizarme, pero yo sabía que esto no terminaría aquí.
Esa noche, mientras caminábamos de regreso a casa, Adán estaba más callado de lo habitual.
—¿Qué pasa? —pregunté, rompiendo el silencio.
—Es Álvaro —respondió finalmente—. No me fío de él.
—Yo tampoco, pero no puede hacer nada.
—¿Estás seguro? —preguntó, su tono lleno de preocupación.
No supe qué decir. Álvaro siempre había sido impredecible, pero nunca pensé que pudiera ser una amenaza real.
Durante los días siguientes, la tensión entre nosotros y Álvaro fue en aumento. Empezó a aparecer en lugares donde no solía estar, siempre observándonos desde lejos. Incluso Ana, que solía ser optimista sobre todo, admitió que la situación se estaba volviendo extraña.
—¿Y si le decimos algo? —sugirió Lucía mientras hablábamos en el recreo.
—¿Y qué? —respondí—. Álvaro no está haciendo nada directamente. Si vamos a hablar con él, solo le daremos más motivos para fastidiarnos.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Pablo.
No tenía respuesta. Lo único que podía hacer era esperar y confiar en que Álvaro se cansaría, pero en el fondo sabía que eso no pasaría.
La tormenta se estaba formando, y todos podíamos sentirla. Era solo cuestión de tiempo antes de que todo estallara.