El aire de la mañana era frío, pesado. La ciudad, que nunca dormía, parecía en silencio esa tarde. La gente pasaba, pero nada se sentía igual. Los edificios altos, las calles llenas, todo seguía su curso. Pero yo, Ale, no podía dejar de sentirme atrapado en una pesadilla sin fin.
La funeraria estaba repleta de personas, pero no veía sus rostros. Mi mente solo estaba centrada en él. Adán. Estaba allí, en el ataúd, con su rostro pálido, frío, y su sonrisa que ya nunca más vería. El dolor en mi pecho era insoportable. Mis amigos, la gente que nos había conocido, estaban a mi alrededor, cada uno con sus propios pensamientos, pero todos con la misma expresión en el rostro: tristeza, desconcierto, e impotencia. Nadie comprendía el vacío que sentía yo, porque yo era el que lo había perdido todo.
A lo lejos, podía ver a Álvaro. Sus ojos, vacíos de emoción, pero llenos de culpa. Los agentes de policía lo habían arrestado hace pocas horas, después de descubrir la verdad detrás de su rabia y los celos que lo habían consumido. En un giro inesperado, las tensiones se habían desbordado, y el resultado fue la tragedia que ahora vivíamos. Aunque todos sabían que Álvaro tenía algo que ver, era imposible ignorar que, en algún momento, él también había sido parte de esta historia. Un amigo, un hermano perdido. Pero la violencia no era la respuesta, y eso fue lo que lo hundió en la cárcel, donde se quedaría por el resto de su vida. Había pagado con su libertad por lo que había hecho, pero el daño ya estaba hecho.
—Lo siento, Ale —me susurró Alya, mientras me abrazaba con fuerza. Las palabras no podían arreglar nada. No podían devolverme a Adán, ni devolvernos lo que habíamos perdido. Pero eran las palabras que más necesitaba escuchar.
Miré alrededor. Daiana estaba junto a su madre, con los ojos hinchados de tanto llorar. Lucia, Ana y Pablo también estaban presentes, todos en silencio. Algunos se acercaron a darme el pésame, pero ¿qué podía decirles? La persona a la que más amaba ya no estaba, y eso era lo único que importaba. Nadie entendía lo que pasaba dentro de mí.
El sacerdote comenzó su ceremonia, pero mis oídos solo captaban los ecos de mi propia tristeza. Yo estaba allí, en cuerpo, pero mi alma ya se había ido con él. La vida se me había escapado de las manos. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Por qué el amor, el único refugio en el que me había sentido completo, me había dejado tan roto?
Y entonces, al final de la ceremonia, mientras los últimos rezos se desvanecían, algo dentro de mí cambió. El amor ya no me parecía real. Todo lo que había vivido con Adán, lo que habíamos compartido, ya no tenía sentido. El dolor lo había borrado todo. Los sentimientos habían perdido su fuerza, y el futuro, ya sin él, me parecía una larga carretera vacía.
Me aparté de la multitud y me dirigí al rincón más alejado del cementerio, donde nadie me veía. Quería estar solo, pero al mismo tiempo no sabía si mi soledad era un refugio o una condena. Había jurado que no volvería a creer en el amor. Nada me parecía más cruel que ese sentimiento que te hace volar tan alto para luego dejarte caer sin red.
Fue en ese momento cuando, por primera vez en mucho tiempo, alguien me habló de una forma diferente. Algo en su voz me llamó la atención, como si el destino me estuviera empujando a algo nuevo. Un joven apareció frente a mí, con una sonrisa sincera y unos ojos que, aunque desconocidos, me ofrecieron una chispa de esperanza.
—¿Estás bien? —me preguntó, con una suavidad que casi me hizo romper a llorar. No sabía quién era, pero algo en su mirada me hizo sentir que, tal vez, todo no estaba perdido.
Yo lo miré, sin saber qué responder. El tiempo parecía haberse detenido, y, por un instante, el mundo desapareció. No había más dolor, ni tristeza. Solo esa sensación extraña y confusa que se apoderó de mí al ver a alguien que no estaba esperando. Alguien nuevo. Diego.
—Lo siento por tu pérdida —me dijo, suavemente. No era alguien que me hubiera conocido antes, pero sentí algo en su presencia, como si, de alguna manera, supiera lo que estaba viviendo. Y, por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de mí se activó. Algo que no podía ignorar.
—Gracias... —dije, casi sin aliento, con una mezcla de incredulidad y esperanza.
Él se acercó un poco más, sin prisa, sin invadir mi espacio, pero con la determinación de estar allí para mí. Y en ese momento, en ese instante fugaz, entendí algo que no quería aceptar. Quizás el amor no era tan cruel como pensaba. Tal vez el amor no tenía por qué ser perfecto, ni eterno, ni siempre igual. Quizás era solo un ciclo que se renueva, una oportunidad para sanar, para empezar de nuevo.
Mientras Diego me miraba, su rostro amable y sincero, algo dentro de mí dijo que la historia no había terminado. No de la manera que yo pensaba, ni de la forma que esperaba. Pero, tal vez, con alguien como él, la vida podía ofrecerme una nueva oportunidad.
"Continuará..."