Finalizada la mudanza, después de descargar y revolver entre las últimas de las cajas, me tropecé con una de mis más curiosas pertenencias: una foto. Una foto que creí perdida hace ya años, después de culminar mis estudios en la universidad.
Jamás habría pensado o habría siquiera creído que semejante objeto, tan pequeño, tan común, pudiera reaparecer de la nada en medio del desastroso revoltijo de una mudanza. Mucho menos tratándose de esta, la tercera, la más caótica que haya experimentado jamás.
¿Podría creerse, de manos de cualquiera, que semejante foto todavía exista? No lo creo. No lo creo porque sé que hasta su recuerdo se ha evaporado de la mente de aquellos que, alguna vez, lo conocieron.
Todavía recuerdo, así como recuerdan los ancianos, a aquel muchacho pelirrojo que conocí cuando me obligaron a vivir muy lejos, con mi padre, en un olvidado pueblo en las montañas.
Sí, lo recuerdo. Todavía recuerdo a Luca. Todavía recuerdo, también, a aquel que fui en aquella época, tan distinta a esta que, de una u otra manera, me hace sentir desplazado, casi tanto como el tiempo desplazó a Luca de la memoria del mundo.
Porque el mundo tampoco le dio una oportunidad en su momento, así como casi me la arrebata a mí y no se lo permití. Bajo ninguna circunstancia o término le permití pasar por encima de mí porque ya no era aquel chico inmaduro y débil.
Porque ya no era aquel niño víctima de quien todos se aprovechaban cuanto les viniera en gana. Porque ya no era aquel juguete con el que cualquiera se descargaba cuando no tenían con qué. No, ya no.
Ese yo, al crecer, aprendió lo que muchos no aprenden, soportó lo que muchos no soportan y vivió lo que a muchos les obliga a suspender su existencia sobre esta tierra: crecí. Simple y llanamente eso: crecí. Pero no Luca.
"Jacob y Luca. 15 de agosto. 198?"
La letra de mi padre todavía adorna la parte trasera de la fotografía con la misma tinta negra que usaba para firmar, únicamente, aquellos documentos importantes referentes a su tan detestable trabajo. Era como si recién lo hubiese escrito.
Mientras, me ahogo en el extraño sentir de haber vuelto a aquellos días, de haber vuelto atrás todos y cada uno de los relojes y viajar, súbitamente, hasta la hora en que mi cuerpo reposaba sus 12 años.
Era extraño. Todo me era extraño. Las calles, las casas y autos, los rostros, las voces y demás. Todo me parecía extraño porque nunca había salido de las mismas cuatro paredes, nunca me había alejado del mismo barrio, nunca había tratado más que la misma gente de siempre.
Las cosas habían cambiado su curso tan repentinamente que, en mi cabeza, todo se mantuvo siempre al margen de mí y yo permanecí siempre al margen de todo, de todos.
Esa había sido la manera más sencilla con la que mi subconsciente pudo soportar la fugacidad de las cosas, con la que mi memoria pudo configurar la exasperarte prisa de todos los hechos.
Pasé de vivir de una ruidosa ciudad a un silencioso pueblo que consideré fantasma. Pasé del amor incondicional de mi madre a convivir forzosamente con el hombre que todavía se hacía llamar mi padre.
No lo soportaba. Ni a él ni las decisiones que se habían tomado sin siquiera considerarme en aquel entonces. Nunca se dijo el porqué de aquello.
Estuve a ciegas por largo tiempo preguntándome, una y otra vez, qué había obligado a mi madre a abandonarme frente a las puertas de aquel hombre. De a poco fui olvidándome de ello, así como iba olvidándome de mi padre mientras vivía en aquella casa.
Recuerdo esa camiseta azul que solía vestir en aquellos tiempos. También recuerdo la verde que viste Luca, porque era mía. El azul siempre había sido mi color favorito y, por lo tanto, esa camiseta (la única azul que tenía en aquel entonces) no me la quitaba casi nunca, así como Luca no se quitaba tampoco la verde.
¿Por qué, por tantos años, he estado huyendo de estos recuerdos? ¿Por qué es que, precisamente hoy, reaparece esta fotografía olvidada por el tiempo?
Es una carga de consciencia. Un castigo material impuesto en el más diminuto y frágil de los objetos para así retorcer al más herido de todos los corazones, a la más fregada de todas las consciencias.
Sí, es un castigo. Porque recordar es un castigo, sin importar qué, cuándo o dónde. Porque el pasado, por mucho que haya quedado ya distante y superado, dolerá hoy, mañana y siempre. Por los siglos de los siglos.
Es que de eso se trata. De eso venimos y seremos siempre: pasados y recuerdos, recuerdos y pasados, uno devenido del otro y viceversa.
Como un reloj de agujas paralelas que no dictan la hora, sino la memoria. Un reloj que fragmenta los tiempos para detener todos los presentes por un pasado en concreto. Así como lo hace esta fotografía justo ahora.
Sería mucho decir, pero admitirse nada ante la memoria es, en cuestión, casi tan estúpido como jugar a la ruleta rusa. Incluso me atrevo a proclamarlo como más peligroso, más mortal.
No es más que otra de las facetas de una muerte lenta. Una muerte secreta, silenciosa. Una muerte furtiva que, desde adentro, se hace de todo para deshacerlo todo. El tiempo es lo de menos.
Editado: 21.04.2021