Prometí enseñarlo a nadar. Un poco estúpido de mi parte porque no era muy diestro que digamos en las artes de los hombres pescado, pero, en fin.
Había pasado mucho tiempo a solas ya en aquellos parajes y, finalmente, como caído del cielo, apareció Luca de ninguna parte −como yo en un principio−.
Y solo nos bastó aquella demente mañana en la que, de cierto modo, le agradecimos a Anton, en silencio, su asquerosa existencia para así volvernos muy buenos amigos.
Sería a partir de una casi tragedia que nacería, en mi historia y en la suya, un punto y aparte, un reinicio, un renacer.
Estaba seguro que, a diferencia de mí, Luca no viviría mucho tiempo en aquellas tierras y, por ello, nunca falté a ningún encuentro, a ninguna cita de juegos.
Nunca rompí ninguna de mis promesas. Fue ahí cuando entendí las palabras que mamá solía repetirme sobre hacer y cumplir nuestras promesas siempre.
Nunca, hasta ese momento, había experimentado la fulana palabra. Creo que simplemente esperaba por alguien como Luca.
No, corrijo: simplemente esperaba por Luca. Porque, a los 12 años, nadie es lo suficientemente apto si no nos comprende a la primera cuando se vive a la deriva de una normalidad familiar.
Porque sentí a Luca como mi familia desde el momento en que me miró con esos ojos de fantasía. Y es que tenía una manera muy particular de hablar, así como casi todo en él era particular.
No había conocido nunca antes a nadie de cabellos rojos o miradas color ámbar y eso, de él, me embriagaba la curiosidad. Estaba loco. Es algo que no podría olvidárseme de él ni en chiste. Siempre tenía algo que decir, lo que sea, fuese real o no, porque tenía una imaginación envidiable.
Y su voz, de alguna manera, formaba parte de aquel juego de falsas realidades y verdades oníricas porque, de maneras hipnóticas, te hacía creer en todo cuanto cantaba, gritaba, decía o murmuraba.
Esa era, sin la menor de todas las dudas, una de sus más grandes virtudes: era un incomparable manipulador de realidades. Un bocón extraordinario.
La tarde del mismo día, luego de nuestra aventura acuática, opté por no dejarlo ir a ninguna parte que no fuese a la que llamaría, a partir de entonces, mi casa.
Por algún motivo mi invitación parecía ser algo nuevo para él pues, ni bien dije lo que dije, su rostro se tornó casi tan rojo como el tono de su cabello.
Me pareció tan gracioso aquello que, ahora que me vuelve su expresión a la memoria, no puedo evitar dejar escapar una leve pero nerviosa risa.
La nostalgia vuelve, siempre, teñida de recuerdos y estos, normalmente, vienen teñidos de aquella juventud ya vivida, ya padecida, ya disfrutada.
Sigo pensando, a partir de este punto, algo que –por meras casualidades del destino− pensaba antes de toparme con semejante objeto: ¿qué tan diferentes habrían sido las cosas? ¿Qué tan diferente habría sido yo?
No lo sé. Tal vez hablaremos un poco sobre de esto, pero no ahora. No ahora que Luca ha vuelto a mí como lo hizo en repetidas ocasiones mientras nos aventurábamos a ciegas por aquellas tierras de nadie.
No ahora, porque la hora no es propicia todavía y nos quedan muchas cosas por contar de aquellos días, de aquellos tiempos, de aquellos momentos que tendrán vida solo y únicamente hasta que se agoten mis relojes.
Entonces Luca, con su maravillosamente ingenua voz, intenta –como todos lo hemos intentado alguna vez– excusarse con lo primero que ha logrado toparse en la memoria y así evadir la invitación.
Su rostro sigue sonrojado mientras entreteje una mentira sin mirarme a los ojos para no admitir algo que, incluso para mi yo del momento, reconozco como vergüenza. Una palabra tan necia como su significado y el peso que conlleva.
Aprendería, de muy malas maneras, a conocerme y reconocerme en ciertas actitudes que Luca solía tomar frente a cualquier persona que no fuese yo. Aunque de vez en cuando las tomaría conmigo, así como justo hacía en el momento de mi invitación.
No quise presionarlo, aunque, luego de pensarlo por un momento, luego de que se atreviera a devolverme la mirada, le advertí que no le permitiría negarse para la siguiente ocasión.
Solo sonrió. Muy nerviosamente, por cierto. Sonrió por largo rato mientras, en silencio, caminábamos a lo largo del sendero que nos llevaría de vuelta a casa. La tarde empezaba a agotarse.
La tarde empezaba a desvariar como lo hacía Luca, de tanto en tanto, diciendo cuantos disparates jamás había escuchado de ningún otro. Buscaba hacerle olvidar al que nunca olvida. Intentaba distraer al que nunca deja de estar, de ver ni sentir.
−No pretendas hacerte el demente que no olvidaré lo que dije.
−¡Pero eso no es justo! – recrimina él.
−Entonces deja de decir que no y ya.
Se mantuvo en silencio. No volvimos a hablar de ello hasta que vimos que caminar lentamente por el sendero no había sido una muy buena idea.
La oscuridad ya nos había alcanzado por completo al momento en que, a toda velocidad, salimos disparados cerca de los terrenos del señor Campbell con los nervios de punta.
Editado: 21.04.2021