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El aroma penetrante de ungüentos y hierbas aún me llenaba la nariz cuando terminé de vendar el tobillo de Noah. El chico respiraba entrecortado, aunque intentaba no mostrar dolor frente a mí. Su orgullo lo obligaba a fingir resistencia, pero cada vez que mi mano presionaba un poco más el vendaje, sus labios temblaban y su ceja izquierda se arqueaba apenas, delatando lo que trataba de esconder.
—Intenta no apoyar el pie por un par de días —le dije con tono seco, casi como si se tratara de una orden en lugar de un consejo—. No quiero que mi trabajo se arruine por tu torpeza… Otra vez.
Noah rió suavemente, aunque la incomodidad lo hacía tensar la mandíbula.
—Gracias… aunque lo digas de esa forma tan fría, igual es de ayuda.
Lo miré fijamente, casi molesto por su comentario. No era mi intención sonar como un benefactor, pero tampoco quería parecer un villano. Simplemente… así era yo.
¿Por qué siento esta necesidad constante de ser duro con los demás? Tal vez porque no quiero que crean que soy débil. Siempre fue así. Incluso ahora, frente a Noah, un chico que apenas conozco, no puedo evitar hablarle con dureza. ¿Será que temo a la cercanía? No… no, más bien es que me gusta tener el control. Me gusta que los demás entiendan que no me tiembla la voz ni la mano cuando se trata de imponer mis reglas. Y sin embargo, cuando veo su mirada agradecida… cuando percibo esa chispa de confianza en sus ojos, algo en mi pecho se aprieta. No debería importarme. No debería.
Sacudí ligeramente la cabeza para apartar esos pensamientos y me puse de pie, guardando las vendas restantes en la caja metálica que siempre llevaba conmigo.
—Si haces lo que te digo, en una semana estarás corriendo otra vez.
—¿Correr? —repitió Noah, con una sonrisa tímida—. Nunca fui bueno en eso.
—Pues ahora tendrás la excusa perfecta para no intentarlo. —respondí con un sarcasmo suave.
Él soltó una carcajada breve, pero sincera.
Cuando me despedí, sentí un peso extraño en el pecho. No tenía por qué preocuparme tanto por él, pero lo hacía. Su ingenuidad, esa manera de mirarme como si todo lo que dijera tuviera un valor especial, me incomodaba y al mismo tiempo me retenía en ese lugar más tiempo del necesario.
Finalmente, salí.
La brisa de la tarde golpeó mi rostro mientras caminaba hacia la mansión. El cielo estaba teñido de naranjas y púrpuras, y los pájaros hacían un alboroto que a cualquiera le resultaría acogedor… a mí me resultaba molesto. Cada sonido me recordaba que el mundo seguía girando sin importar lo que yo sintiera, y esa indiferencia del universo me irritaba.
Volver a casa nunca es sencillo. No importa cuánto lujo tenga, no importa lo pulido de los mármoles o lo imponente de las columnas: la mansión siempre me parece una jaula. Una jaula demasiado elegante, sí, pero jaula al fin. Me pregunto si algún día podré entrar a ese lugar sin sentir el peso de las expectativas de mi familia, sin que el eco de las paredes me recuerde que nada de lo que hago es suficiente. Hoy, al menos, terminé ayudando a alguien… ¿pero a quién le importa eso? Para ellos solo seré Caelum, el que debe brillar, el que debe ganar, el que no puede mostrar debilidad. Siempre perfecto. Siempre invencible. ¿Y si no quiero serlo?
Las puertas altas de la entrada principal se abrieron cuando apenas puse un pie en el escalón de mármol. El mayordomo, de porte impecable, inclinó la cabeza con esa mezcla de respeto y severidad que lo caracterizaba.
—Bienvenido a casa, joven amo.
—Hn. —gruñí apenas, sin ganas de formalidades.
El mayordomo no se inmutó. Estaba entrenado para soportar mis arrebatos.
—Su prometida lo espera en el salón principal.
Esas palabras fueron como un rayo de luz inesperado. Mi ceño fruncido se relajó de inmediato y sentí un cosquilleo extraño recorrerme los brazos.
—¿Ella… está aquí?
—Así es, joven Caelum. Llegó hace unos minutos y pidió verlo.
No pude evitar que la comisura de mis labios se elevara en una sonrisa, aunque breve. Mis pasos, que hasta hacía poco eran pesados y arrastrados, se volvieron firmes, casi apresurados.
Ella. Mi prometida. La única que logra hacerme olvidar lo tedioso de este mundo. ¿Por qué siento esta alegría tan repentina solo con saber que me espera? Tal vez porque en su presencia me siento… diferente. No sé si mejor, pero distinto. Ella no ve solo al Caelum competitivo, arrogante, que todos conocen; o al menos, eso quiero creer. Cuando está cerca, me invade la idea de que podría ser alguien más, alguien que no necesita siempre demostrar nada. Y aun así, ¿por qué me siento tan nervioso al saber que me aguarda? Como si supiera que algo está a punto de cambiar.
Me dirigí hacia el salón principal, con pasos que resonaban en el suelo de mármol como un tamborileo impaciente. El corazón me latía fuerte, aunque intentaba disimularlo.
Al llegar frente a las puertas dobles de roble, tomé aire, enderecé la espalda y empujé con ambas manos.
El salón estaba iluminado con la suave luz de un candelabro central. Los ventanales dejaban entrar el último resplandor del crepúsculo. En medio del lugar, de pie, estaba ella: mi prometida. Su vestido color marfil parecía resplandecer bajo la luz, y por un momento me sentí orgulloso de que fuera mía.
Pero apenas di unos pasos hacia ella, noté cómo retrocedía.
Su mirada no tenía el brillo habitual, sino un velo de dureza y tristeza que me heló la sangre.
—Caelum… —su voz temblaba, pero estaba llena de decisión—. Tenemos que hablar.
Ella estaba ahí, de pie en medio del salón, y sin embargo parecía tan distante como si hubiera levantado un muro invisible entre nosotros. Su cuerpo estaba erguido, su vestido impecable, pero la forma en la que apretaba los labios y evitaba mirarme directamente me dio una sensación inquietante.
Avancé unos pasos, casi con entusiasmo, pero me detuve cuando noté que ella retrocedía. El silencio del lugar se volvió sofocante. El candelabro brillaba en lo alto, proyectando sombras largas que parecían bailar a nuestro alrededor, como si quisieran burlarse de mí.