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Terminaba de guardar mis instrumentos médicos en el gabinete, todavía con el olor a desinfectante impregnado en mis manos. El día había sido largo; pacientes con heridas, diagnósticos triviales, consultas cargadas de quejas y dolencias. Normalmente, esa rutina me bastaba para distraerme, pero hoy no.
Hoy todo lo que hacía, cada venda que aplicaba, cada frasco que cerraba, me recordaba a ella. A ella y a él.
Ese maldito oficial naval que se había cruzado en nuestro destino. Ese hombre que, sin saberlo, había puesto sus manos sobre algo que era mío.
Cerré el gabinete con un golpe seco.
No puedo permitir que esto quede así. No puedo aceptar la derrota de esa manera tan humillante. Ella me dejó, sí, pero no por ser insuficiente… sino porque otra sombra apareció en su camino. Ese Ezra, ese héroe barato con uniforme brillante y sonrisa encantadora. No puedo dejar que se acerque a ella, no puedo permitir que la toque siquiera. Si lo hace, si logra conquistarla, entonces mi humillación será total, irreversible. Y yo no soy de los que pierden. No. Haré lo que sea necesario para arruinar esa posibilidad. Él puede tener disciplina, puede tener honor, puede tener todo lo que yo nunca quise tener… pero yo tengo algo que él no: la determinación de no dejar que nadie gane más que yo.
Me senté en mi escritorio, apoyando los codos sobre la superficie y entrelazando los dedos. La lámpara arrojaba un resplandor tenue que dibujaba sombras en la pared.
La idea se formaba en mi mente. No bastaba con vigilarlo, no bastaba con alejarlo de ella con amenazas. No. Necesitaba una estrategia más fina, más inteligente.
Recordé a mi secretaria, una joven diligente y, sobre todo, encantadora. Su belleza delicada era el tipo de trampa que podía derribar hasta a los hombres más rectos.
Sonreí apenas.
—Sí… —murmuré para mí mismo—. Si lo distraigo con alguien más, nunca tendrá ojos para ella.
Perfecto. Que se enamore de otra. Que mis manos construyan el escenario para que caiga en otra red. Si logro desviarlo, si logro que su atención se dirija a alguien más, entonces ella quedará sola. Y cuando esté sola, quizá… quizá entonces comprenda lo que perdió. No sé si me aceptará de nuevo, no sé si volverá, pero al menos no podrá ser feliz con otro. Y esa, esa será mi victoria. Sí… es un plan caprichoso, quizá bajo, pero ¿y qué? La moral es un lujo de los débiles. Yo no soy débil.
La determinación encendía mi sangre. Decidí que lo vigilaría. Esperaría el momento propicio para acercarme y presentarle a mi secretaria como una “casualidad” cuidadosamente planeada.
El recuerdo de aquel club de caballeros donde lo había visto por primera vez me vino a la mente. Ese sería mi punto de partida.
La tarde caía cuando me planté frente al club. El edificio era imponente, con su fachada de piedra clara y ventanales altos que reflejaban el cielo anaranjado. Los caballeros que entraban y salían lo hacían con aire altivo, como si aquel lugar les perteneciera al alma misma de la ciudad.
Yo me quedé fuera, esperando.
A mi lado, mi secretaria lucía un vestido sencillo pero favorecedor. Su cabello recogido dejaba ver un cuello delicado, y sus ojos azules parecían brillar bajo la luz tenue del atardecer.
Ella me miró con cierta incomodidad.
—¿Está seguro de esto, señor? —preguntó con voz baja.
—Seguro —respondí con firmeza, aunque en mi interior hervía la impaciencia—. Quédate cerca. Solo sonríe cuando te presente.
Asintió sin discutir, aunque noté en su expresión una mezcla de duda y obediencia.
Pasaban los minutos. Pasaban los caballeros, los comerciantes, los oficiales menores. Pero él no aparecía.
El cielo se volvió púrpura, luego azul oscuro. Las farolas se encendieron una a una, iluminando la calle con un resplandor melancólico.
Y yo seguía ahí.
¿Dónde demonios está? Maldito sea, ¿acaso juega conmigo? ¿Será que no vendrá nunca más a este club? ¿Será que elegí mal el lugar, el día, la hora? He esperado horas, malditas horas, con un plan perfecto listo para ejecutarse, y él… él simplemente no aparece. ¿Se burla del destino? ¿Se burla de mí? Qué humillación… yo, Caelum, el que siempre lleva la delantera, reducido a un perro guardián esperando a que su presa se digne a mostrarse. No lo soporto. No lo tolero.
Me apoyé contra la pared, con la respiración pesada. El tiempo seguía pasando. El flujo de hombres que entraba al club fue disminuyendo hasta volverse escaso.
La noche cayó del todo.
Mi secretaria se estremeció por el frío.
—Señor… creo que debería irme. Mi familia se preocupará si no regreso pronto.
La miré, apretando los dientes. Parte de mí quería ordenarle que se quedara, que siguiera esperando conmigo hasta que mi objetivo apareciera. Pero la sensatez ganó esta vez.
—Está bien —respondí, casi con rabia contenida—. Puedes irte.
Ella hizo una reverencia leve y se alejó con pasos apresurados, perdiéndose entre las sombras de la calle.
Y yo quedé solo.
Me dejé caer al piso, sentado en la acera, con las rodillas flexionadas y los codos apoyados en ellas.
—Maldición… —escupí al aire—. Maldición, maldición, maldición.
Golpeé el suelo con el puño cerrado, sin importarme que la piedra me raspase los nudillos.
Fracaso. Una palabra que nunca acepté para mí. Y hoy me ha golpeado dos veces: primero con ella, y ahora con él. Mi plan, mi estrategia, todo se vino abajo por un simple hecho: no apareció. ¿Así de fácil? ¿Así de frágil soy? ¿Dependo tanto de la suerte para ejecutar mis jugadas? No lo soporto. Me niego a creer que el destino puede reírse de mí así de fácil. Si no funcionó hoy, encontraré otra manera. Si fallé esta vez, me levantaré con un plan mejor. Pero no aceptaré la derrota. Jamás.
Mientras murmuraba mis maldiciones, alguien se acercó. Escuché pasos firmes sobre el empedrado.
—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz masculina, grave pero amable.