Aquí Estabas

Draven x Aerion

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El sol abrasaba el campo de entrenamiento con la misma severidad con que yo trataba a mis hombres. El sudor se mezclaba con el polvo en cada rostro, los golpes resonaban con eco metálico y el olor a hierro oxidado se mezclaba con el de la arena caliente. Allí, en medio del círculo, estaba yo, cruzando espadas con Ragnar, un veterano de la guardia que pocas veces cedía terreno.

La multitud de soldados nos rodeaba, lanzando vítores cada vez que uno de los dos conseguía un golpe limpio. Mis músculos ardían, pero en mi pecho había un peso distinto, más profundo: el recuerdo de Aerion y de nuestra última discusión. Tres días habían pasado y, aun así, sus gritos seguían repicando en mi mente como un martillo.

Mi espada chocó contra la de Ragnar con un estruendo sordo. Lo empujé hacia atrás, derribando la guardia con un giro brusco, y con un último empuje lo hice caer sobre la arena. La victoria me supo amarga. No hubo orgullo en mi sonrisa.

Y entonces lo vi.

De pie, en la entrada del campo, con el viento agitando su cabello oscuro, estaba Aerion. No se movía, no hablaba. Solo me miraba. Esa mirada fija, implacable, como si con ella quisiera atravesar mi armadura y hurgar en mis entrañas.

Esa mirada… no era la del joven que yo cargaba en brazos como un muñeco, ni la del erudito desplomado entre sus libros. Había algo distinto: un filo oculto, una pregunta sin palabras. Tres días sin verlo y ya parecía alguien nuevo. Y yo… yo me descubrí inquieto. ¿Qué buscaba en mí? ¿Un maestro al que desafiar? ¿Un enemigo al que odiar? No podía leerlo del todo, pero lo sentía: Aerion ya no era un espectador. Era un juez, y yo, su acusado.

Apreté los dientes. La frustración se mezclaba con la fatiga. Guardé mi espada con un movimiento seco, ignorando los vítores de los soldados.

—Buen combate, capitán. —me dijo Ragnar, aún en el suelo, con una sonrisa cansada.

Asentí apenas. —Eso fue todo por hoy.

Me di la vuelta y avancé hacia el extremo del campo, donde descansaban mis pertenencias. Cada paso me pesaba más que el anterior. No quería mirarlo. No quería darle la satisfacción de verme dudar.

Pero Aerion no se quedó quieto. Sus botas resonaron en la arena, acercándose tras de mí.

—¿Vienes a comerme con la mirada? —pregunté en voz baja, sin girarme—. ¿O finalmente decidiste entrenar?

El silencio se extendió apenas un segundo, antes de que su voz lo atravesara. —Vine a decirte que… —sus palabras se interrumpieron, como si buscara la frase exacta— …no pienso esconderme detrás de un libro cuando tú crees que no soy más que eso.

Sus palabras fueron como una chispa cayendo sobre pólvora. Me giré bruscamente, mirándolo con una furia que apenas logré contener.

—¿Eso es todo? —bufé—. Y yo que pensé que eras algo más que un ratón de biblioteca gruñón.

Él me devolvió la mirada con un destello desafiante. —Soy lo que se me da la gana de ser.

Su respuesta me golpeó más fuerte que cualquier espada. ‘Soy lo que se me da la gana de ser’. Orgullo, rebeldía, desafío… todo mezclado en una sola sentencia. Por un instante sentí rabia, sí, pero también algo parecido a admiración. Había fuego ahí, fuego real, no la ceniza apagada de un muchacho frágil. Parte de mí quería reír, la otra parte quería zarandearlo hasta que comprendiera lo que significaban esas palabras en el mundo real. Ser lo que se te da la gana… qué simple suena, qué imposible se vuelve cuando la muerte te busca. Y aun así, Aerion lo gritaba con la certeza de alguien que no sabe de cadenas.

Lo señalé con el dedo, mis labios torciéndose en una mueca. —¿Quieres demostrarlo? Hazlo.

Él arqueó una ceja, curioso. —¿Y cómo planeas obligarme esta vez, Draven? ¿Volverás a cargarme como un saco?

Mi sonrisa se ensanchó. —Exactamente.

No le di tiempo a reaccionar. Lo alcé en brazos de un movimiento brusco. Aerion pataleó, gruñendo, golpeando mi hombro con el puño cerrado.

—¡Eres insoportable!

—Y tú, demasiado ligero. —reí, cargándolo hacia la arena—. Vamos, princesa, muéstrame tu corona.

Los soldados comenzaron a silbar y a reír, al ver la escena repetida. Pero esta vez había algo distinto: Aerion no bajó la cabeza. Se retorció, furioso, lanzando miradas asesinas a quienes se burlaban.

Lo deposité en medio del campo, entregándole una espada de práctica.

—Aquí y ahora. —dije—. Demuéstrame que no eres solo un ratón de biblioteca.

Aerion tomó la espada con manos firmes. No temblaba como la primera vez. Había rigidez, sí, pero también decisión.

—Está bien. Te demostraré que puedo ser lo que quiera.

Había esperado este momento sin darme cuenta. Verlo tomar la espada no por imposición, sino por voluntad propia, cambió todo. El muchacho frente a mí no era ya el mismo que se desmoronaba en la arena día tras día. Tenía fuego en los ojos, aunque aún no supiera cómo usarlo. Y yo… yo sentí que este combate no era solo un entrenamiento. Era un juicio. Un juicio para él y para mí.

Levanté mi espada y di el primer movimiento. El choque resonó con fuerza, la madera contra madera, y la vibración recorrió mi brazo. Aerion retrocedió un paso, pero no soltó su arma.

Avancé, lo presioné con golpes rápidos, calculados, obligándolo a moverse, a defenderse. Sus bloqueos eran torpes, pero no se rendía. Cada vez que caía de rodillas, se levantaba con una furia contenida.

—¿Eso es todo lo que tienes? —le pregunté, empujándolo hacia atrás.

—Aún no has visto nada. —escupió, con la frente sudada.

Reí, avanzando de nuevo. —¡Vamos, Aerion! ¡Demuestra que eres algo más que palabras!

Y entonces, cuando lancé un nuevo ataque directo, él lo esquivó torpemente, casi cayendo, pero no retrocedió. Al contrario… se giró y murmuró algo apenas audible:

—Siempre hablas demasiado, Draven.

Mis cejas se alzaron, desconcertado por el comentario inesperado. Esa fracción de segundo me bastó para perder la concentración. Aerion aprovechó el momento y, con un empujón más desesperado que técnico, me desequilibró.



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En el texto hay: romance, lgbt, chico x chico

Editado: 30.08.2025

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